No
acostumbro a leer el periódico durante mi tiempo libre. Solo existen malas
noticias ya. Y no es que este hecho me deprima; ni siquiera me asusta. Después
de 25 años en este mundo, las malas noticias simplemente me aburren. Pero hoy
la gente solo habla de una cosa, y a pesar de que yo no tenga con quien hablar
hoy, creo que me conviene hacer un pequeño vistazo a mi alrededor, aunque sea a
través de las páginas de un diario.
El
tema se resume más o menos así: Se halla en las profundidades del Parque
Nacional de Dashville lo que parece ser un circo “clandestino” completamente
carbonizado junto con sus operarios tras un incendio provocado. Y aunque la
noticia nos permite explorar detalladamente la escena completa de dicho
desastre, tengo esa detestable tendencia de resumirlo todo y guardarme muchas
de las palabras en el bolsillo; palabras que jamás saldrán de allí.
Cuando
suena mi alarma, como es habitual los viernes por la noche, me levanto del
banco de madera blanca situado en el porche de la Residencia Ámbar y me sacudo
el traje con el brazo, como siempre, intentando mantener esa elegancia que me
permite ganar el sueldo. A continuación , sin perder ni un segundo, me coloco
el gorro cuidadosamente en la cabeza procurando no despeinarme ni un solo pelo,
me pongo esos finos guantes blancos de terciopelo y finalmente alineo y tenso
la pajarita negra que cuelga de mi cuello hasta tener la sensación de que si la
tensara más, seguramente me estrangularía.
Los
Kinney no tardan en bajar acompañados de Mason, el mayordomo, y al verlos, ya
como si fuera un acto reflejo, me sitúo inmediatamente al lado de su carruaje
de fin de semana, preparado para recibirles.
Ellos
se acercan a paso firme tras haber bajado todos los escalones que separan el patio
de la entrada de la mansión; la atmósfera que les rodea solamente transmite una
cosa: superioridad. Tanta, que incluso habiéndome asegurado de que mi gorro
estaba perfectamente inclinado y simétrico al eje de mi rostro, no puedo
resistirme a desplazarlo un milímetro más con el meñique. George Kinney
acaricia el techo de su apreciada limusina alemana con la mano entreabierta,
observando su propio reflejo en uno de los oscuros cristales del vehículo,
iluminado desde el interior. Siempre me he preguntado qué es lo que debe ver
uno al mirarse a un espejo y saber que todo lo que está a su alrededor le
pertenece.
George
Kinney es una de esas personas que podríamos llamarlas estereotipos, pues su
imagen no se aleja demasiado del modelo de multimillonario heredero que todos
conocemos; porque en realidad, Kinney es de esas personas que por mucho que te
digan lo contrario, te demuestra cada día que el dinero sí hace la felicidad.
Joven, robusto, tirando a ancho, de buen vestir y de buen comer. Este tipo trepó
las viñas de la sociedad con una sola mano al heredar la propiedad entera de la
fábrica metalúrgica de su difunto padre. Un hombre afortunado.
Abro
las puerta de la limusina con el gesto refinado que todos esperan ver y George
Kinney lo aprueba con un leve y seco movimiento de cabeza antes de acomodarse
en su asiento. Detrás de él, entra su mujer, la señorita Judith Kinney, con un
extravagante vestido de un color verde apagado y me lanza una cálida sonrisa
que no tardo en devolver. Finalmente, me despido de Mason con un caricaturesco
saludo militar y me adentro en la cabina del piloto preparado para “despegar”.
Cuando
llegamos al “Jazz”, el prestigioso salón de baile, centro de reunión y ocio de
todos los ricachones de Dashville, la limusina que tanto destacaba en las
calles se convierte en una limusina más entre las decenas de vehículos de lujo
de todas esas personas que ahora se encuentran dentro del local. Aparco y
rápidamente abro las puertas del vehículo permitiendo a los Kinney salir del
coche para reunirse con un cúmulo de gente de vestuarios lujosos que esperan en
la entrada del Jazz. George sale por la puerta sin decir nada, solamente se
limita a abrocharse la corbata. Y lo admito, antes me ofendía su nula relación
conmigo; pero ahora creo que prefiero ignorar este hecho. Por otro lado, Judith
se limita a sonreírme otra vez; y aunque sé que para muchos esto supondría un
esfuerzo mínimo por parte de una persona con tanto tiempo libre, para mi es
suficiente para darme cuenta que aún formo parte de este mundo.
Ambos
se adentran en el salón, y yo, como buen chófer, permanezco sentado en mi
asiento de cuero; mi pequeño santuario. Enciendo la radio del coche y me
sumerjo en mis pensamientos un viernes más, no sin antes librarme del gorro y
los guantes que delatan mi oficio. Porque aunque parezca una estupidez, y tal
vez lo sea, adoro esa mirada sorprendida de la gente cuando se creen que yo soy
el propietario del vehículo.
Jamás
me he podido permitir cruzar la entrada del Jazz, más que en 1942 cuando yo,
armado con mis 13 años y la cartera de cuero que me regaló mi padre, me
dedicaba a repartir esos periódicos llenos de malas noticias por todo este
lujoso vecindario, sin saber aún, que estaba condenado a trabajar para el lujo
de otros todo el resto de mi juventud. El caso es que uno de esos días como
cualquier otro, pude ver con mis propios ojos cómo eran las entrañas del Jazz,
considerado entonces la “Arcadia de Dashville”. Si no me falla la memoria, a
pesar de ser un centro de lujo y entretenimiento, a través de mis ojos
infantiles podía apreciar un cierto exotismo que no lograba comprender y aún no
he comprendido.
Mi
alarma vuelve a sonar y me libera bruscamente de mis “nostalgias” para
recordarme que en cinco minutos los Kinney están de vuelta. El proceso se
repite: gorro colocado, pajarita alineada y guantes preparados para conducir de
nuevo. Cuando mi reloj marca las doce en punto exactas, las puertas del Jazz se
abren de par en par dejando pasar a una verdadera estampida de millonarios que se
apresuran para ser los primeros en volver a sus mansiones después de un par de
horas de diversión.
Entre
las cabezas de la multitud consigo ver a George, que está hablando con un
hombre de aspecto un tanto intrigante. Alto, delgado, corrompido por la edad y
luciendo un largo sombrero de copa blanco, a juego con su vestido de “Lord
Británico”. Ambos parecen pasárselo a lo grande contándose sus chistes
intelectuales y retorcidos que jamás voy a entender.
Reconozco,
si no ha quedado claro aún, que tal vez mi mayor pecado sea la envidia. Envidia
hacia esta gente afortunada, con sus vidas libres y organizadas hasta su último
segundo en este mundo. Tal vez sea cierto que cada uno recibe lo que merece;
porque a mi, hasta ahora solo se me ha permitido soñar. Y es cierto; me resulta
imposible asociar una cifra a las veces que me he imaginado a mi mismo en el
lugar de George Kinney. Pero aunque sea extraño, aparte de ese incómodo
silencio que me dedica cada día, no tengo ningún motivo para odiarle de verdad.
Volvemos
a la Residencia Ámbar tan reluciente y brillante por los faros que la rodean; y
la rutina se repite otra vez. George baja del coche explicándole a Judith las
más estúpidas anécdotas sucedidas en el Jazz; yo les escucho reír, quieto como
una estatua delante de la puerta abierta de la limusina, esperando a que se
retiren para poder cerrarla. Y una vez terminada la eterna jornada, ando a paso
lento hacia mi pequeño apartamento situado al otro lado del jardín de la
mansión. Exhausto pero preparándome para mañana; el día de compras; el “Sábado
Kinney”.
De
repente, algo me llama la atención desde el otro lado del extenso patio de
hierba. Ahí está ese hombre del sombrero de copa blanco en la entrada de la
mansión esperando ser recibido. Pero extrañamente no llama a la puerta. Yo,
movido por la curiosidad y por esa agradable pero efímera sensación de
experimentar algo diferente, me oculto entre unos arbustos del patio, cerca de
mi apartamento y observo detalladamente lo que sucede en el momento en que la
puerta de la Residencia Ámbar se abre con sigilo.
George
Kinney entra en escena y empieza a conversar con el elegante hombre de blanco.
La conversación continúa imparable hasta que los gestos de ambos se empiezan a
volver misteriosamente agresivos y una extraña falta de control se apodera de
George. La distancia me obstaculiza, pero juraría que el indeseado invitado va
muy bebido.
Lo
siguiente ocurre tan rápido, que por una mínima distracción no llego a poder ver
lo sucedido. Cuando vuelvo a enfocar mi vista hacia la puerta de la mansión, me
doy cuenta de que George Kinney empuña temblorosamente un revólver humeante en
la mano derecha y el individuo misterioso se encuentra rodando por las
escaleras de la entrada, hasta finalmente frenar en seco al golpearse contra
uno de esos impecables y brillantes faros de metal.
George
desesperado baja las escaleras torpemente y agarra con horror el cuerpo sin
vida del hombre de blanco, soltando un llanto afónico para no llamar la
atención de nadie. Rápidamente, el señor Kinney arranca con todas sus fuerzas
los cerezos que el jardinero había plantado esta mañana, y aprovechando el
profundo hueco de la plantación, deja caer el cadáver, no sin antes vaciarle la
cartera. Finalmente, con un mal improvisado disimulo, vuelve a colocar los
jóvenes árboles en su sitio y se saca con ira su valiosa chaqueta de algodón
teñido.
En
el momento justo en que George entra de nuevo en su majestuosa morada, salgo de
los arbustos y abro la puerta del apartamento cegado por la oscuridad y por una
desagradable sensación de culpabilidad, que rápidamente queda aliviada gracias
a mis más oscuros pensamientos sobre lo sucedido. Pensamientos que arrastro
hasta la cama y me permiten calificar el día cómo “Un Viernes Diferente”.
Incluso
madrugando, al salir del apartamento distingo un par de coches de policía en el
aparcamiento de la mansión, en medio de las limusinas de los Kinney. Me acerco
simulando no conocer el motivo de su presencia y los tres policías que
observaban con fascinación la fachada de la Residencia Ámbar, se me lanzan
ahogándome con preguntas sobre mi paradero durante la noche anterior. Yo no
abro la boca hasta que oigo un nombre pronunciado por uno de los agentes:
Matthew Crows.
“¿Quién
es Matthew Crows?” pregunto al mismo agente que le mencionó. “Matthew Crows es
el director general del “Gran Casino Winter's”, y ha desaparecido supuestamente
esta noche. Su mujer ha insistido en buscarle y todos los testimonios aseguran
que fue visto por última vez dirigiéndose a esta residencia. Ahora dígame,
señor Bennet, ¿Donde estuvo usted anoche?” pregunta el comisario leyendo mi
nombre en la placa de mi traje.
“Estuve
en mi apartamento, allí” digo señalando con el dedo la pequeña casa del otro
lado del jardín. “¿Vio usted algo fuera de lo normal?” pregunta el agente.
“Nada” respondo intentando contener los nervios “Yo solamente soy el chófer”.
No quería delatar al señor Kinney; no aún. Y no por miedo ni empatía; solamente
porque sabía que podía sacar provecho a todo esto. Tal vez necesitase
reflexionar un poco más sobre este suceso.
Me
acerco a ese banco de madera blanca del porche de la mansión donde acostumbro a
pasar mi tiempo libre y observo cómo en una noche, toda la tranquilidad que siempre
había caracterizado este lugar se rompe. George y Judith son sometidos a un
espontáneo interrogatorio justo delante de los coches de policía; ambos niegan
saber nada. George evidentemente está mintiendo; se le ve en la cara; en
cambio, Judith insiste con lágrimas en los ojos, que Matthew Crows jamás estuvo
en la Residencia Ámbar. ¿Tendrá ella idea de lo que pasó anoche?
Las
horas pasan y la policía se retira de la mansión tras haber interrogado a todos
los miembros de la comunidad; a Mason, al jardinero, al cocinero… . El pánico y
la histeria se apodera de la Residencia Ámbar. Es entonces cuando enciendo los
mecanismos de mi cabeza para sacar conclusiones sobre qué debo hacer en esta
situación. ¿Qué pasaría si delatase a George Kinney? ¿Qué sacaría yo a cambio
de hacer tal cosa? ¿Dinero? ¿Fama? ¿Aliviar mi corrosiva envidia?
Observo
desde la ventana que da directamente al comedor de los Kinney y me doy cuenta
después de tantos años, que en el fondo, ellos también son personas como yo,
como Mason, o como a toda esta gente que trabaja para conseguir el dinero que
tal vez les permita vivir y hacer reales sus más ambiciosos sueños.
Para
cualquier individuo, delatar los actos de George sería lo mínimo que podría uno
llevar a cabo para hacer justicia; sin embargo, yo jamás me he considerado
“Cualquier Individuo”, y puedo ver una pizca de luz en mi mente perversa. Una
luz que me dice que George es un asesino por haber matado a un hombre, sí, pero
si yo le delatase solamente por la envidia que le he guardado todos estos años,
también me convertiría en un asesino; asesino por haber matado a una familia
unida que en el fondo, no tenía ninguna culpa de mi situación social. Estoy
seguro que la policía inspeccionará la casa hasta encontrar el cuerpo del señor
Crows. Esto ni lo dudo. Entonces será el final de George Kinney. Vuelvo a mirar
por la ventana del comedor y observo cómo George consuela a su esposa,
asfixiado por el sentimiento de culpa.
Entonces
tomo la mayor decisión de mi vida; entro en mi apartamento y agarro el teléfono
con fuerza y con rabia. En cuestión de minutos la policía vuelve a la mansión y
los Kinney salen corriendo por la puerta para descubrir el motivo de su
regreso. Yo me acerco a ellos a paso firme y decidido, y digo en voz alta: “Matthew
Crows está enterrado bajo los cerezos del jardín”. La cara sosegada de George
se transforma en una expresión de confusión y furia contra mi. Si las miradas
matasen, probablemente ya sería la segunda víctima de George.
Los
policías levantan los pequeños árboles y desentierran el cuerpo mugriento del
señor Crows. “¿Cómo sabías que estaba aquí?” pregunta uno de los agentes
alterado por la imagen del cadáver. Los Kinney me miran aterrorizados
aguantándose la respiración. Yo, en parte, me siento bastante satisfecho,
porque por primera vez, olvidando la clase social que siempre me ha separado de
esta gente, me convierto en el centro de atención de todas las personas que se
encuentra aquí. Entonces miro a George Kinney a los ojos y digo con fuerza: “¡Yo
maté a Matthew Crows!”.
Una semana más tarde, tras haberme convertido en objetivo de todos
los juzgados y en la más actual de las malas noticias del periódico semanal,
recibo una inesperada visita en el centro penitenciario de “Lincoln's Gate”. Me
acerco al camarote de visitas y me expulso el polvo que ha infestado mi mono de
rayas negras. Agarro el teléfono que me permite comunicarme con el hombre de
detrás del cristal aislante y escucho la voz de George Kinney preguntándome
“¿Por qué lo hiciste?”. Yo, siendo consciente de que es la primera vez que este
hombre se dirige directamente a mi, no cómo a su súbdito, me limito a
responder: “No soy ningún héroe”. No delaté a George porque sabía que hacerlo
no sería por justicia, sino por envidia. Y ahora por fin he descubierto qué
precio está dispuesto a pagar uno para sentirse algo en este mundo. El resto de
palabras, como siempre había hecho, me las guardo en el bolsillo. Palabras que
jamás, jamás saldrán de allí.