Cuando Ámber fue finalmente seleccionada para el experimento, esa barrera
que separaba la fortuna, del verdadero terror se volvió casi indistinguible. Le mantenía la moral alzada recordar constantemente la gran cifra de dinero que se filtraba
en la cuenta de su miserable familia, cada segundo que ella permanecía
en esa sala de espera; tan sola. Rodeada
por ese frío y amenazador blanco de la clínica. Distraída en
sus propios pensamientos que, esa
misma tarde, por poco probable que pareciera, podían ser los últimos de su vida.
No era esta la primera vez que un ser humano iba a viajar a través del
tiempo, pero la verdad, para qué engañarse,
jamás nadie había vuelto. Si a una cosa se aferraba la joven, ésta era la plena
confianza que tenía en la gente con quien trabajaba en ese proyecto. Se negaba
a pensar que esos individuos de tan cálidas y acogedoras sonrisas, podrían
convertirse en sus asesinos.
Cuando empezó el experimento, su aparente serenidad inicial empezó a
desvanecerse a medida que le cortaban sus largos cabellos rojizos hasta poco
más de sus frías orejas.
Sus ojos azules lagrimosos mostraban un gran arrepentimiento por todas esas
cosas que había decidido renunciar esas últimas semanas, y que tal vez
renunciaría para siempre. Pero ese puñado de científicos ignoraban cualquier
tipo de elemento sentimental que pudiese interferir en el experimento. Por muy
duro que se les hiciese.
Minutos más tarde, tras inyectarle todo tipo de sustancias y envolver su
cráneo con un extraño casco de cromo y infinitas capas
de polímeros distintos. El Doctor Byron se acercó a Ámber y le explicó
brevemente el funcionamiento del experimento, ya que el propósito estaba más
que claro. No iba a ser un viaje al futuro cómo muchos entendían dicho
concepto. El cuerpo físico de la chica jamás iba a abandonar el presente; solo
su conciencia. “Su espíritu”, aclaraba el doctor en palabras probablemente más
cercanas y acogedoras. Ámber sería la primera “espectadora del futuro”. Es decir,
su presencia allí, donde sea que se pueda definir como “allí”, no alteraría ni
influiría a nada ni a nadie. Solo se limitaría a observar. Esas fueron las
últimas palabras que la joven pudo escuchar antes de desaparecer para
adentrarse en el lugar más desconocido del universo; antes de partir hacia los
días que aún están por llegar.
AÑO 3006
Asombrado por los colosales edificios de cristal que se alzaban ante sus ojos, el
profesor Arthur J.Larrick se encontraba en un estado que rozaba
desde el más frío desconocimiento hasta la más irritante curiosidad. Sonreía al
mismo tiempo que una dolorosa presión se apoderaba de su estómago, al
preguntarse a si mismo si realmente había viajado al futuro, o por lo
contrario, había muerto en el intento. Se frotaba sus ojos una y otra vez hasta
complacer su necesidad de sentirse integrado en esa realidad, por muy
surrealista que pareciese. Toda su vida tal y como la conocía había quedado
atrás, muy atrás. Su familia, sus compañeros, su dulce hogar e incluso el encargado
de la funeraria contratado para recoger sus restos si el experimento fracasaba; todos ellos seguían allí, en 1912.
Larrick no se podía creer su propio logro. Haber creado una escalera cuyos
peldaños eran los siglos no era algo que se pudiese tomar a la ligera. Pero
antes de preocuparse por gestionar su orgullo, necesitaba comprender ese lugar
que él seguía llamando “la Tierra”, aunque sin embargo, presentaba un entorno
tan nuevo y desconocido, que se percibía como si de otro planeta lejano se tratase.
Los escasos e indistinguibles fragmentos de un cielo blanco totalmente
vacío se escurrían entre centenares de extravagantes edificaciones de formas
retorcidas y antinaturales. No había Sol ni nubes; ni siquiera corriente de
aire. Toda la luz que hacía relucir ese magno lugar procedía del mismo vacío
que rodeaba la vista perdida del profesor. Todo era como una burbuja infinita
rellenada con los más intrigantes secretos de una lejana y astronómica ciencia.
Un lugar de ficción, cuyas leyes y propiedades se escapaban completamente de
los limitados conocimientos de Larrick. Todo era igual que ese sueño del
futuro que todos perseguimos durante nuestra infancia, pero jamás logramos
alcanzar.
Tras separar sus ojos de ese vacío omnipresente, estos se dirigieron
directamente hacia lo que parecían ser las calles de ese lugar. Habitadas única
y sorprendentemente por fríos androides de exoesqueletos tan blancos y puros
como el mismo cielo de ese enigmático mundo. “Hombres de metal”, se repetía sin
freno el profesor, patidifuso ante esa desfilada de seres mecánicos, de
características y comportamientos tan humanos como perturbadores.
Larrick no tardó en comprender que su presencia
allí se había convertido en el objetivo de todas las insensibles miradas de
esos metálicos ciudadanos. Su instinto de
supervivencia, adormecido después de 30 años de paz encerrado en su taller, se
despertó tan súbitamente que el profesor solo pudo pensar en correr. Y eso
hizo; corrió por su vida sin darse cuenta que su falta de conocimiento
sobre ese lugar se iba a convertir en su perdición.
A medida que el profesor avanzaba por esas infinitas calles, rodeado de
extrañas construcciones incomprensibles, ese lugar se iba convirtiendo en un profundo y retorcido laberinto. Los caminos se dividían y multiplicaban a cada paso
que Larrick realizaba en ese territorio. Había calles en todas direcciones,
sentidos y dimensiones. Caminos hacía lo ancho, lo largo, lo profundo, e
incluso hacía orientaciones hipercúbicas que Larrick no lograba asimilar en su
frágil y primitiva mente. En poco tiempo se empezó a dar cuenta que ya no
corría por temor; sino por curiosidad.
Saber volver a casa ya no era una preocupación para él. Todos los cabos ya
estaban más que atados en 1912. Larrick se recordaba a
si mismo sin remordimiento alguno que toda su vida había estado dedicada
exclusivamente a descubrir ese misterioso lugar, ignorando qué precio debería
pagar para lograrlo. Él, agotado y contemplando la diversidad de caminos que se
abrían como ventanas ante su mirada, se sentó en una esquina para recuperar su
aliento, ya perdido en la soñada atmósfera del futuro.
De repente, una singular luz descendió de ese
imperceptible cielo, y aterrizó en una avenida cercana al
paradero del profesor. Este, olvidándose al instante de la gran fatiga que arrastraba, se levantó de un
fuerte impulso para alcanzar ese misterioso resplandor, cuando de repente, una
voz empezó a sonar dentro de su aturdida cabeza.
—Créeme si te digo que te arrepentirás de acercarte a ese “Linker”.
—¡Por el amor de Dios! ¿Quien eres? ¿Y qué demonios es un “Linker”? —preguntó el profesor, mientras un frío sudor
le empapaba la cara.
—Ven conmigo, te voy a mostrar la respuesta a todas tus preguntas —sugirió
la voz fríamente sin presentación alguna. Larrick, terriblemente confuso, no
podía responder a esa entidad; ni siquiera podía moverse.
Así que sin ninguna oposición ni resistencia, en cuestión de segundos fue
recogido por un vehículo esférico que se materializó allí mismo, delante de sus
incrédulos ojos, preparado para llevarle volando hacia su inesperado anfitrión.
Lo que Arthur J.Larrick vio durante ese trayecto destruyó todos y cada uno
de sus 30 años de estudios. Por muy increíble que pareciese, el cielo se estaba
abriendo literalmente para permitir al singular carruaje flotante cruzar diferentes zonas espaciales; cada
una más sorprendente que la anterior. Y
así continuó hasta que, por sorpresa para el viajero, el extravagante vehículo
se adentró en una oscura región, cuyo contenido resultaba totalmente invisible
entre las tinieblas.
Aparecieron de repente en la negrura de ese espacio unas extrañas
estructuras cúbicas flotantes de metal y tiras de neón que a cuanto más cerca
Larrick se encontraba de ellas, más colosales e implacables se mostraban. Pero
el carruaje no se detuvo ante la presencia de esas figuras, que levitaban en
ese océano de penumbras cósmicas. El
vehículo, con un giro seco, se filtró por unas oscuras galerías
ocultas en la superficie de la estructura, revelando en poco
tiempo una gran ciudad albergada en su nocturno interior.
El vehículo aterrizó silenciosamente en el hangar próximo a un gran
edificio cilíndrico de cristal, donde esperaba de pie un
pequeño androide acompañado de un par de guardaespaldas mecánicos que le
doblaban en tamaño.
—Bienvenido al futuro, Profesor Larrick —dijo el pequeño robot, equipado con un peculiar sombrero de copa, y con una potente pero refinada
voz, que dejó al humano totalmente
boquiabierto—. Mi nombre es Grablayn, director supremo de Thursdayland, y te he
traído aquí para enseñarte el inevitable destino del planeta Tierra.
Larrick, sin saber cómo manifestar esa bomba de
fascinación que había detonado en su interior al oír al autómata hablar, cosa que resultaba impensable en su verdadera época, encajó su mano temblorosa con la del robot para
mantener esa ficticia cordialidad entre hombre y máquina, que tanta euforia le
causaba.
—Por qué no hay humanos aquí? —preguntó el profesor, con voz apagada por la agitación del momento.
—Si que hay humanos; gran parte de la humanidad se encuentra aquí,
encerrada en estos rascacielos de cristal del Complejo de Thursdayland. Les
mantenemos bien distraídos durante sus centenarias vidas.
—Habéis secuestrado a los humanos… —intentó deducir el profesor.
—En realidad les hemos salvado de ellos mismos —respondió Grablayn en un
enigmático y escalofriante tono—. Verás, ya hace años que nos dimos cuenta que
este mundo no pertenece a los humanos; ni siquiera a los robots como nosotros.
Me explico, el progreso científico de los humanos creció hasta puntos que
hubiese valido la pena jamás alcanzarlos. Esa ansia de prosperidad y
conocimiento causó infinidades de beneficios sociales desde la mismísima
aparición del hombre, pero el abuso de poder lo llevó a querer controlar lo que
jamás debe ser controlado: la realidad.
A lo largo de la historia hubieron guerras, invasiones, contaminaciones
absolutas del globo; hasta que llegó el descubrimiento definitivo que podía
cambiar esa vida que todos conocíamos: Los “Linkers”, conocidos también como
los portales hacia el más allá. Verdaderas entradas hacía dimensiones
infinitas, cuyas propiedades y leyes se adaptaban y moldeaban al gusto de su
consumidor. Un próspero negocio que convirtió nuestro bello planeta en un
auténtica red pseudo-informática. Plagada de enlaces hacia mundos que llegan
desde los más incoherentes lugares hasta los más oscuros y enfermizos sueños de
perturbados psicópatas.
—Que les habéis hecho a los humanos? —preguntó Larrick de nuevo, sin
comprender la larga narración del androide.
—La venta y uso de los Linkers se les fue de las manos de tal modo que,
hasta resultaba imposible desplazarse por esas calles sin terminar atrapado por
accidente en el laberinto de mundos alternativos de los millones de usuarios de
ese sistema. Esa luz que viste en la avenida era un Linker malicioso; empleados
para atrapar a los más ingenuos en horribles dimensiones de pesadilla —aclaró
el robot—. El caso es que con el paso de los años, no había evolución alguna
que salvase a los humanos de su propia invención. Y solo los androides podíamos
sobrevivir en ese entorno multidimensional. Así que construimos varios recintos
como Thursdayland, libres de portales para refugiar a la humanidad, mientras
las calles poco a poco se volvieron nuestras. ¡Allí fuera, Larrick, no
sobrevivirías ni un solo día! —resumió Grablayn al percibir la visible falta de
entendimiento del humano—. Y ya empieza a ser hora de que te reencuentres con
los tuyos.
Larrick y los tres autómatas entraron en el gran rascacielos de cristal; y
allí estaban. Centenares de personas humanas distribuidas por las muchas y
extensas plantas del edificio. Personas aferradas a enormes computadoras que, a
los ojos del profesor, se convertían en auténticos artefactos de ciencia
ficción. Humanos totalmente deshumanizados,
reposando en aparatosos sillones equipados con tubos y depósitos por todos sus
lados, cantos e incluso por sus ocultos interiores.
—Así no hacen daño a nadie —añadió el anfitrión, frotándose sus inorgánicas
manos con satisfacción—. Sus vidas ya no se encuentran en este mundo. Ahora
viven y vivirán felices para siempre en una recreación virtual de la realidad.
Le llamamos “Elypsis 2.0”; un lugar donde por fin pueden destruir todo lo que
quieran sin temor alguno. Y además, todas sus necesidades están completamente
cubiertas por sus confortables asientos subministradores.
Larrick, asombrado y a la vez aterrado por esa horrible imagen de
degradación humana, alzó sus manos, aún temblorosas, y se agarró la cabeza con
desconcierto.
—Tal vez tú también quieras probar y conocer a Elypsis...— sugirió el robot con una mecánica sonrisa.
Desde ese preciso instante, nadie volvió a saber nada más del profesor
Larrick, el primer viajero del tiempo. Algunas malas voces cuentan que rechazó
la oferta de Grablayn, pero jamás supo volver a su hogar, en 1912. Otras voces
más siniestras cuentan una versión mucho más oscura que la anterior, tan oscura
como los mismísimos secretos de Thursdayland, y de todo el futuro que se
esconde tras la terrible distopía del 3000.
AÑO 4516
—Más que “la Tierra” debería llamarse “el Agua” —bromeaba Daxx, al observar
ese océano infinito que una vez fue la hermosa y acogedora Tierra; llena de
historias y misterios por resolver que, al parecer, jamás llegaron a ser
resueltos.
—Por qué no nos ayudas a preparar el “hidrodeslizador” y te dejas de estupideces —protestó Jennet, molesta por la falta de
seriedad y colaboración de su compañero.
—¡Claro que sí, preciosa! —respondió Daxx en un tono ridículamente varonil,
mientras se cargaba su pesada mochila de expedición en la espalda.
Daxx, Jennet y el doctor Frigg, a
pesar de su escasa experiencia en exploración espacial, fueron enviados para regresar a la Tierra después de más de 1000 años de abandono, en busca de antiguas fuentes de energía que serían
usadas para alimentar su decadente colonia
de “Caelum”. Los previos estudios les habían advertido
del estado en que se encontraba ese antiguo mundo humano, pero jamás nadie
había imaginado tal grado de desolación.
—¡Dios mio! —exclamó el doctor Frigg, al salir de la
cabina de control de la aeronave y contemplar por
primera vez esa lisa y fantasmal superficie de agua que cubría y componía
cada uno de los centímetros que formaban ese
infernal paisaje.
—Parece que el tipo que decidió llamarle “El Planeta Azul” ya había estado aquí
antes —seguía bromeando Daxx, mientras ayudaba a cargar las provisiones en el
vehículo que permitiría a los tres exploradores de Caelum re-descubrir el ya caído planeta que, por poco creíble que
pareciese, miles de años atrás fue el origen de la humanidad.
No tardaron en soltar el hidrodeslizador de la plataforma de la gran nave
que les había llevado hasta aquí. El
impacto del vehículo al precipitarse contra la superficie rompió por completo la
serenidad de esas aguas silenciosas y terroríficas.
Jennet fue la primera en bajar de la nave para dejarse caer en el piso del
hidrodeslizador; un vehículo acuático diseñado por los más prestigiosos ingenieros de su colonia,
preparado para navegar colosales distancias a gran velocidad. O algo así tenían
entendido los tres desventurados exploradores, que jamás hubiesen imaginado la
odisea que les aguardaba una vez se adentrasen en ese océano maldito.
—¡Ya conocéis las instrucciones! —quiso dejar claro Frigg, coronado ya como
el líder de la expedición.
—Creo que los de la agencia nos las repitieron
suficientes veces —se burló Daxx.
—Sorpréndenos —Desafió Jennet con
astucia.
—Si, claro, número uno… No separarse de… número dos… eh… —intentó responder
Daxx sin éxito.
Sus compañeros rápidamente le miraron
con unas disimuladas pero reconfortantes sonrisas, que tanto necesitaban en esa
aventura. Tal vez eran esas sonrisas el elemento
fundamental para ese viaje que la agencia de Caelum jamás añadió en sus inventarios.
Pero por infortunio para los tripulantes del hidrodeslizador, esas sonrisas rápidamente fueron desvanecidas al mismo tiempo que
una gran nube gris se apoderó de ese cielo azul pálido, y con ella una
demoníaca tormenta eléctrica.
—Lección 85 del manual de supervivencia en la Tierra —soltó Daxx de repente ante la horrible imagen de la cercana
tempestad que en breves les alcanzaría—. Jamás jamás, nadie ha regresado al
Planeta Azul y ha vuelto para contarlo.