En el preciso instante en
que abro los ojos en la oscuridad de este desconocido lugar que
me encierra, me doy cuenta que las reglas del juego en el que he estado jugando
toda mi vida, han cambiado. Aunque
no me atrevería a decir si para bien o para mal.
Me bastan dos rodillazos
secos pero
dolorosos en
la superficie que me sepulta,
para liberarme de las penumbras que me envuelven completamente y me impiden
ver. No estoy nervioso; no tengo motivos para estarlo, o al menos esto intento
creer mientras me libro del sudor que invade mi frente, y me levanto atónito ante
el asfixiante paisaje de este infierno en
el que me encuentro.
Salgo de mi reducida
prisión que me ha albergado durante mi oscuro sueño para darme cuenta que se
trata del maletero de un viejo y polvoriento descapotable abandonado.
Mi mente se centra especialmente en la
imagen de dos maletines solitarios apoyados sobre una de las ruedas delanteras
del vehículo. Al instante, un misterioso presentimiento me empuja a descubrir
qué contienen, o qué no.
Avanzo contemplando el
árido suelo de esta llanura infinita hasta
poder alcanzar las dos maletas que tanto me suplicaban ser agarradas, y todo
para darme cuenta que ambas están totalmente bloqueadas por una cerradura con
contraseña. Giro las ruedecillas del
primer maletín que agarro, alineando los
tres dígitos
aleatoriamente sin resultado alguno. No
tardo en convencerme de que este no el mejor modo de abrir dichos objetos, así
que me levanto de nuevo y me abrocho con fuerza la corbata, persiguiendo con
mis ojos la larguísima autopista desértica que cruza este eterno y sombrío
desierto de piedra y polvo.
En la “Provincia”, los
secuestros son tan usuales como la misma lluvia. Aunque los apestosos criminales
de esas tierras malolientes jamás se habían dedicado a raptar residuos sociales
como yo. Y aún menos a miserables obreros de la plantilla del Dictador.
¿Obreros? Más bien esclavos. El caso es que, por muy extraño que todo parezca,
este no puede
ser un
secuestro de los sucios matones
de la Provincia. Ni
siquiera puedo afirmar con seguridad que a esto se le pueda considerar un
secuestro; porque aquí, aparte de yo y mi sombra, no hay nadie más.
Así que, sin ningún
rumbo a seguir y sin ninguna pista que me indique donde estoy y porqué, cargo
las dos maletas en mis mugrientas manos, y empiezo a dejar
atrás el descapotable siguiendo
esta carretera dejada de la mano de Dios; bajo un sombrío cielo que absorbe los
colores de este lugar, creando una siniestra y omnipresente amalgama de grises.
Todo lo que hay aquí es
oscuro y tenebroso. La unión entre la vegetación putrefacta,
el cielo nublado y
la tierra seca de
este lugar forman una espeluznante metáfora de la muerte, que me recuerda a
cada paso que doy todos
los segundos que he perdido en esta vida de injusticias sociales y rutinas
abusivas. Segundos
que jamás deberían haber existido en este mundo, pero allí están, forjando en
mi memoria un desolado pasado que arrastro y arrastraré durante toda la eternidad,
como aquí el viento arrastra el polvo.
Por otro lado, la
intrigante atmósfera de este siniestro lugar, por donde ahora ando yo
solitario, me transmite, a pesar de todo, esa serenidad que tanto hemos
anhelado los ciudadanos de la Provincia. La sensación de, por primera vez,
saber que mis decisiones no dependen de nadie, y nadie depende
de mis decisiones, me llena la mente de incomprensibles nostalgias sobre el
mundo en que debería haber vivido,
pero jamás existió más que en el profundo saco de mis deseos incumplidos.
Embebido en mis
pensamientos que me refugian del
cansancio de haber caminado durante ya mucho rato sin reposo alguno, llego a un
extraño y
desgastado motel
de carretera donde un luminoso cartel ilumina la
frase: “No dejes que la noche sea un obstáculo
en tu viaje”.
Me acerco al sucio
cristal de la ventana más cercana e intento visualizar el interior del
edificio; pero solo logro ver la decaída imagen de mi reflejo. Me observo
durante unos breves instantes, consciente de que
es imposible visualizar lo que hay más allá de la ventana. Y
cuando me doy cuenta de que ya no hay nada
más que ver, y decido
seguir mi rumbo abandonando este solitario motel,
un escalofrío se apodera de mi cuerpo al
ver que mi propia sombra ha desaparecido, y se encuentra delante de la antigua puerta
de ese local.
Patidifuso, me froto lo
ojos sin creer lo que está sucediendo en este preciso
momento. Mi escepticismo desaparece al mismo tiempo que
mi sombra, independientemente de mis movimientos, alarga un brazo señalando al
timbre de esa vieja puerta. Atónito e incrédulo, me acerco a ese pequeño
interruptor y lo pulso con mi pulgar, obedeciendo bajo esa siniestra presión.
Al instante, la puerta de madera carcomida se abre sola, y mi sombra regresa a
su lugar, para desaparecer entre la oscuridad del interior del motel.
Todas las lámparas de
este sitio proyectan
luces muy tenues.
Tanto, que su brillo resulta casi imperceptible; pero
no lo suficiente como para no darme cuenta de que la figura de un hombre muy
alto se acerca a mi lentamente desde las tinieblas de un pasillo plagado de
puertas. El hombre, equipado con un candelabro de tres finas velas apagadas, me
mira con unos ojos completamente blancos y se agacha ligeramente para oler mi
cabeza con su puntiaguda nariz. Yo, reacciono con rechazo, y le aparto con mis
débiles brazos, mientras contemplo su uniforme rojo y negro de recepcionista,
con una notable joroba en la espalda.
El hombre enciende las
ceras y me ofrece el frío candelabro de metal. Entonces, poco a poco se adentra
en la oscuridad alejándose de mí y me indica con un gesto que le siga. Yo, más
paranoico que nunca,
dejo las dos maletas en una mesilla arrinconada de la recepción y ando en su
misma dirección hasta llegar a los estrechos pasillos del local.
La mayoría de puertas están cerradas con llave, con la excepción
de algunas, en las cuales el escalofriante recepcionista se para para
permitirme observar lo que reside en sus terroríficos interiores.
Abro la primera de las
puertas, y asomo mi vista junto a la luz de las velas para encontrarme cara a
cara con la escena de
una ciudad en llamas, cuyos edificios me resultan tan familiares, que no dudo
en relacionarlos con las casas de
los barrios bajos de
la Provincia, y
sus horribles destinos que les esperan. Cierro
la puerta con un cierto enfado y preocupación y al girarme, por sorpresa, el
recepcionista ya ha avanzado silenciosamente hasta la siguiente de las puertas.
En la segunda entrada,
tras las maderas de la puerta, encuentro lo
que parece ser los restos de una población entera, amontonados formando una
colosal montaña de huesos podridos, presos de centenares de buitres hambrientos
buscando los últimos centímetros de carne en ese desierto de muerte y
devastación.
Trago saliva ante esa escabrosa representación de lo que logro
asociar con la destructiva opresión de los ciudadanos en la Provincia; y
rápidamente cierro esta segunda puerta, pero esta vez, dispuesto a no abrir
ninguna más.
Me aflojo la corbata
para dejar circular el terrible y amargo sabor de esas imágenes, y me acerco al
recepcionista, que ya se encuentra en frente de una tercera puerta. Esta vez,
le entrego el candelabro en sus gélidas manos y apago cada una de las tres
velas que sostiene, dispuesto a olvidar todo lo que he visto aquí dentro. El
hombre enfoca sus ojos blancos de nuevo en mi, y me dice con una perturbadora
y cadavérica voz:
“Me temo que aquí no
hay habitaciones disponibles para usted, señor”.
Dejo definitivamente el
motel tras recoger los maletines de recepción. Vuelvo a mantener mi andar
constante sin cuestionarme nada
sobre lo que acabo de ver allí dentro. No me cuestiono nada por el simple deseo
de querer olvidarlo, y
seguir este viaje envuelto en la misma serenidad en la que había estado
caminando antes de entrar en el motel.
Por fortuna o no, no
tardo en llegar a lo que parece ser un inmenso edificio dorado y luminoso, infestado
de carteles que, en un simple vistazo, ya contienen más colores de los que he
logrado ver desde que he despertado en este lugar.
“¡Entra,
gana, y conviértete en lo que más has deseado!”, me dice un extraño autómata de
hojalata de apariencia femenina, representando la supuesta portera de este gran
edificio, que al parecer no es nada más ni nada menos que un salón recreativo
de juegos y apuestas.
Lo primero que pasa por
mi cabeza es simplemente ignorar a la metálica portera para seguir andando por
este desierto infinito, pero al ver cómo mi sombra lentamente se empieza
a separar de
mi cuerpo de nuevo, me anticipo a sus intenciones y decido acercarme a esa
autómata por
mi propia cuenta.
“¡Este
es el lugar donde tus sueños se pueden hacer realidad!”, afirma esta vez la
autómata; que, con sus ojos de acero, también blancos, detecta mi presencia y
simula una perturbadora sonrisa que hace rechinar sus engranajes internos.
Accedo al misterioso
casino de las llanuras, y lo primero que me sorprende es darme cuenta de que
toda la multitud que juega en este salón también son personas de metal pintado;
con sus oxidados engranajes y sus desagradables sonrisas. Y están por todas
partes: tirando dados en las mesas, haciendo girar decenas de ruletas
de colores, apostando sus fichas de plástico desgastado, e incluso montadas en
los vagones de un trenecito dorado de vapor, que merodea incansablemente toda
esta lujosa sala de ensueño.
Hasta me resulta incómodo recordar que fuera de este lugar hay el
eterno páramo de muerte y soledad del cual provengo.
Me llama la atención la
figura de un mono mecánico de circo trepando una máquina tragaperras de oro
entre centenares de otras, y por esta razón, me aproximo a
ese artefacto de
juego, contemplando su pantalla reluciente, sus tres rodillos llenos de
garabatos intrigantes y su palanca de empuñadura de bronce, que alimenta cada
vez más mis tentaciones de bajarla; hasta que finalmente cedo ante su poder de
adicción.
Las tres ruedecillas,
similares a las cerraduras de las maletas que reposan en mis pies, giran con
fuerza hasta que lentamente, una a una se convierten en víctimas del mecanismo
de freno. Las tres imágenes que se proyectan en la pantalla tras escuchar el “cling”
de la victoria, a pesar de no coincidir, me provocan otro horrible y
súbito escalofrío,
ya que en ellas, salen tres impactantes fotografías.
En la primera rueda,
puedo verme a mí mismo pilotando
orgulloso un lujoso avión de pasajeros, como tantas veces había soñado en mi
infancia, sin ser consciente de lo que el futuro me aguardaba. En la segunda de
ellas, aparece mi imagen de nuevo, en frente de una elegante casa de madera en
una costa tropical, junto a una familia que jamás he tenido, y jamás había
planteado tener en la apestosa vida de la Provincia. Finalmente, en la tercera
y última de las ruedas, puedo ver a un ave sobrevolando libremente una radiante
ciudad, cuyos edificios estaban ardiendo dentro de este escalofriante motel,
pero sin embargo aquí irradian tanta libertad y belleza, que para mis atónitos
ojos resulta un hecho increíblemente imposible.
De repente, el sonido de
un objeto metálico precipitándose en la bandeja de premio, me arranca los ojos
de esos luminosos rodillos, y
me los traslada hasta la parte inferior de la máquina; encontrando así una
peculiar moneda, que al leer sus instrucciones, me indica que
debo entregarla a la “pitonisa” del local para conocer mi fortuna.
No me convence demasiado
la idea de llevar a cabo tal acto, pero mi escepticismo ha quedado brutalmente
anulado tras todos los sucesos que he experimentado en este alternativo mundo
de sombras vivientes y sueños jamás cumplidos; así que ya no me sorprendería lo
que sea que esa “pitonisa” deba decirme.
La “pitonisa” no es nada
más que otra autómata encerrada en una bonita caja de aluminio con estampados
de circo de los años 50 y con
una bola
de cristal blanco opaco junto
a una
pequeña ranura en la base, para insertar la moneda.
La aglomeración formada
por mi nerviosismo, el leve temor a lo que está por suceder y la escalofriante
melodía ambiental del recinto procedente de una oculta caja
de música, me impiden encajar la moneda al primer intento; pero cuando lo
consigo, todos los elementos anteriormente mencionados se exageran hasta tal
extremo, que respirar se convierte en un complicado reto.
La mecánica pitonisa se empieza a mover torpemente a causa de su
antiquísimo mecanismo, y entonces, observa la esfera de cristal durante unos
escasos instantes, solamente para decir: “Debes continuar tu viaje para
encontrar lo que realmente buscas; solo deja que tu corazón elija por ti el
camino”.
Con una cierta pena,
pero a la vez alivio, abandono el salón recreativo aferrándome a las dos
maletas que me han acompañado durante toda mi odisea; sin comprender las
palabras de ese ser de hojalata. Sigo andando esperando que al final de esta
carretera pueda encontrar alguna cosa por la que haya valido la pena haber caminado tantos
kilómetros.
Observo a mi sombra, que desde entonces, sus gestos ya vuelven a
corresponder a mis acciones, comolo había hecho a lo largo de toda mi vida de
miseria y esclavitud en la Provincia.
Tras todo lo ocurrido
aquí, me obligo a preguntarme definitivamente quién me ha traído hasta aquí, y
qué demonios es este lugar. ¿Tal vez un extraño sueño lúcido, producto de la
necesidad de liberación? ¿Tal vez alguien está experimentando con mi mente, provocándome
falsas emociones? Por ahora, lo único que puedo hacer con estas ansias de
respuestas, es amontonarlas comolos huesos, en el saco de mis deseos jamás
cumplidos. Un saco que se llena y llena, pero que nunca llega a su límite.
Y es así como
inconscientemente llego a un tercer edificio solitario del desierto. Observo
con mi mirada perdida la magna estructura formada por miles de pilares y vigas
de hierro que construyen una ya olvidada lanzadera espacial, en medio
del vacío espectral de estas llanuras.
Sus varas de metal tambalean entre las neblinas de polvo, azotadas
por el mismo viento que me ha perseguido todo este viaje. Y, forzando mi vista,
puedo ver sujeta a estas varas una larguísima cinta de tela con las palabras:
“Es hora de emprender un viaje”.
Mi visibilidad disminuye
al mismo tiempo que un terrible ardor crece en mi garganta al tragar esa creciente cantidad
de arenisca y grava que
se empieza a elevar con las corrientes de aire. Así que sin opción alguna,
entro para refugiarme en las instalaciones de la lanzadera espacial, hasta
que esa súbita tormenta de arena finalmente cesa, y en el horizonte aparece un
reluciente Sol de atardecer, que llena el cielo de este mundo con su tan cálida
y deseada luz, y penetra los cristales del camarote en que me encuentro.
Perdido en el placer de poder sentir de nuevo este Sol que ya
creía inexistente aquí, me doy cuenta que entre mis ojos y el ventanal, cuelga
una nota sostenida por un fino alambre, sujeto al techo de la sala. Arranco la
inesperada nota y la abro impaciente, para leer:
“Nota del Comandante Harris 10/6/76: El viaje ha estado un éxito,
nuestros hombres han llegado sanos y salvos al objetivo en un tiempo récord.
Después de conocer los inconvenientes y las ventajas del proyecto, empieza a
ser hora de elegir cuál es nuestro sitio en este Universo. Decisiones,
decisiones y más decisiones”.
Igual que muchas otras veces, no puedo evitar relacionar estas
palabras con mi situación actual. ¿Inconvenientes? ¿Ventajas? ¿Decidir cuál es
mi sitio?
Al dar la vuelta al papel, encuentro las siguientes palabras:
“344 es la clave para volver a casa”.
“433 es la clave para vivir
así para siempre”.
No tardo en darme cuenta que
esos dígitos no son nada más ni nada menos que las claves para abrir los dos
maletines que he cargado en mis manos todo este tiempo. Así que reflexionando
sobre las anotaciones anteriores, concluyo que el contenido del maletín cuya
contraseña es 344, contendría mi pasaporte para volver al infierno de la
Provincia, donde cómo pude ver en el motel, la horrible infamia me espera.
Mientras que el contenido del otro maletín, el 433, me permitiría quedarme en
un universo de libertad y oportunidad para lograr lo que jamás podría lograr en
mi verdadero hogar.
Sin pensarlo más, decido
actuar con una cierta curiosidad para descubrir el contenido de ambas maletas; y giro
las ruedecillas de la
primera alineando esta
vez la
cifras 344. Al abrir
esta, encuentro una llave correspondiente a una puerta ubicada en el fondo de
esta sala. La llave para volver a casa.
No obstante, al
insertar la contraseña
433 en
el maletín que se
convertiría en mi
oportunidad para permanecer
en la deseada liberación absoluta, un último escalofrío recorre mis venas al
ver que... el único objeto que contiene esta vieja maleta..., es una pistola
cargada. Nada más.