Esta
vez sí. Lo dejo todo. La familia, los amigos, esa opresora rutina que nos ha
convertido en títeres sin sueños ni deseos, que ha hecho de nuestros destinos
una prisión, y de nuestras vidas una constante repetición de 24 horas.
Que
no conozcamos el verdadero sentido de nuestra existencia, si es que existe, no
significa que tengamos que dejar nuestras vidas en manos de una sociedad que
cada día nos mecaniza un poco más. Esto lo conozco muy bien. Y es por esta
razón, exactamente por esta, que me he dado cuenta que si no pertenezco a
ningún lugar más que a esas cadenas de polvo asfixiante y gris, empieza a ser
hora de que encuentre esos lugares que hasta ahora solo se me ha permitido
visitar durante las 8 horas de sueño. Empieza a ser hora de encontrar los
colores que se esconden más allá de las rejas del día a día. El cían del cielo,
el blanco de la nieve gélida, el verde de las llanuras tras esas montañas
colosales que solo he podido conocer en las interminables clases de geografía.
Abrir
un mapa, agarrar un velero de madera firme y navegar hasta que el sueño me lo
impida. Dormir en los brazos de un océano infinito y profundo, lleno de
criaturas que iluminan el abismo mientras las estrellas que exploran la noche
oscura se convierten en la audiencia de mi dormir en libertad. Hacer de estas
estrellas mi propio planetario, y del mar mi pecera eterna.
Llegar
a una isla paradisíaca, gobernada por las más relajantes brisas del trópico y
dejar que sus paisajes me permitan olvidar la soledad. Encontrar una pequeña
aldea pescadora de tesoros marinos y recolectora de los frutos de esta tierra
libre. Vivir, dormir y despertarme en una cabaña de bambú y hojas, sin
importarme que gran tormenta me azotó ayer. Adentrarme en las profundidades de
una jungla verde, y poder sentir la refrescante humedad en mi piel estriada.
Perderme solo para poderme encontrar otra vez. Y conocer cada día una nueva
forma de desaparecer de los mapas, sabiendo que nada ni nadie me espera más
allá del mismo presente.
Cabalgar
sobre criaturas cuya existencia jamás había imaginado, bajo la supervisión de
un sol rojizo decayendo en el lejano horizonte de unas infinitas llanuras. Y
así, entre las refrescantes brisas del atardecer, abrir los ojos para darme
cuenta de que esos anhelados colores están más cerca de mí de lo que jamás lo
habían estado.
Sentarme
en un pequeño banco de madera roja iluminado por una inmensa luna azul, y
presenciar con emoción todo tipo de ceremonias y celebraciones, de los
habitantes de unas tierras perdidas por la ignorancia, donde el papel y la
tinta no existen, pues todo lo aprendido y por aprender solo puede escribirse
en un lugar... en nuestras memorias. Preguntarle a los vientos de oriente, ante
ese espectáculo de luces y sonidos nuevos para mí, si alguna vez ya he estado
aquí, y si alguna vez volveré.
Despertar
de nuevo en el infinito manto del océano, y sentir la sal ligera pegada en mis
párpados sin importarme, mientras el pequeño barco navega sin prisa en busca de
un irreal horizonte. Irreal porque nadie ha estado aquí para delimitarlo.
Conocer
las invisibles ciudades de relucientes edificios de cristal azul, de todos
aquellos que un día renunciaron a todo, y lo consiguieron todo y más. Un mundo
donde las únicas lágrimas derramadas son fruto de la felicidad. Un mundo donde
vivir no es un trámite, pues la vida no se encuentra entre dos muros. Un mundo
donde vivir es la única excusa para ser libre. Y si una cosa es cierta es que
de vidas solo hay una… Una, cómo los minutos que quedan para que termine la
clase.
Me
froto los ojos desorientado, y observo cómo todos mis compañeros e incluso yo
mismo, cómo programados, nos levantamos del asiento y cruzamos la puerta del
aula para volver a casa, y regresar de nuevo aquí mañana. Pero esta vez puedo
sentir cómo una gran parte de mí aún sigue allí, tan lejos. Veo el mar azul
desde las ventanas de este edificio y hoy puedo decir sin duda alguna que algún
día volveré allí a por ella. Y que de momento, esta parte de mí me espere en el
paraíso, mientras yo aún siga dibujando mi mapa.