Mi nombre es Bruce Laurent
Van-Delos y aquí, en mi territorio privado, o me conocen como Señor Van-Delos,
o no me conocen.
Tengo 57 años, estoy casado y tengo tres hijos por mera
estabilidad social. Dudo que en mi se pueda hallar alguna virtud mencionable.
Soy adicto al juego y a la absoluta comodidad y, ciertamente, mis bolsillos son
lo suficientemente grandes como para mantener dichos vicios hasta el final de
mi estúpida existencia.
Nací, crecí y desaparecí en un miserable rancho de Kansas, mis
padres eran pioneros en el negocio de la hostelería rural de alta gama, y a
menudo algún ricachón se asomaba a nuestra propiedad en busca de una cama, una
mesa y una hora de jacuzzi bajo las estrellas del campo.
Fue gracias o por culpa de este negocio que, una tarde del verano
de 1966, un bigotudo hombre de extraña apariencia se alojó en nuestra
residencia y se dedicó desde su llegada, como por arte de una escandalosa
obsesión, a contarme historias sobre sus “increíbles” hazañas en las entrañas
más profundas de la ciudad de las Vegas. Y como era de esperar en un mocoso de
14 años cuya rutina se basaba en doblar apestosas toallas usadas, sus palabras
me hipnotizaron de tal forma que, tres meses después, las luces de la ciudad
del vicio ya alumbraban mi llegada.
Abandoné a mi familia y a su hotel de madera carcomida, dejando en
mi lugar a mi mejor amigo Johan, quien dedicó los siguientes 10 años de su vida
al intrépido arte de la toallas sudadas; y mientras, yo crecí al lado de ese
individuo del bigote, quién me cambió la escuela y la rutina por una nueva vida
como ayudante de publicidad y gestión en su casino de lujo conocido como “el
Jazz”; local que años después se convertiría en una franquicia mundial. ¿Quién
demonios querría entonces aprender a sumar y a restar si no era con dinero
entre los dedos?
El hombre del bigote murió sin herederos pocos años más tarde,
dejando a mis 25 años, sus 25 millones en propiedades. Lamenté mucho su
pérdida, sí, pero solo hasta que logré invertir toda esa fortuna y la vi crecer
delante de mis ojos. A ese hombre le debía absolutamente todo, pero como ya
estaba muerto, quizás se lo pague en el infierno.
Contraté a nuevo personal para mi oficina central en las Vegas,
pues el antiguo ya era tan solo un puñado de viejos disfrazados, cuya presencia
era tan inspiradora como un ladrillo de hormigón. Así pues, un nuevo grupo de
jóvenes llegaron al “Jazz” con la magna ilusión de comerse el mundo. ¡Pobres
incrédulos!
Viví los siguientes 5 años en las alturas de un rascacielos
dorado, disfrutando del lujo de poseer todo aquello que deseaba. Puedo
considerar admirable el hecho de que jamás dejase mi vida en manos de los
narcóticos, pues era más que consciente de que no necesitaba ningún tipo de
sustancia para sentirme un Dios de la Tierra. ¡Menuda estupidez!
A medida que el tiempo pasaba y mi fortuna crecía, fui atacado por
ladrones en varias ocasiones , y en una de ellas, mi pierna derecha quedó
totalmente destrozada a merced del plomo de un revólver. Estuve unos meses en
el hospital, intentando adaptar ese frío entorno a mis lujosos gustos, por muy
difícil que fuese. ¡Todo allí dentro olía a muerte!
Al volver a mi oficina, empecé a perder las tardes de inmovilidad
apostando en mi propio casino con decenas y decenas de aficionados al juego.
Disfruté mucho arruinando a esa gentuza; al fin y al cabo, ese era el precio de
la inconsciencia. ¿Y quién era yo para obstaculizar el curso de la vida de esos
tipos?
Mi rehabilitación tomó lugar en mi propio despacho, junto a
Janice, mi asistenta personal. Una muchacha de clase media con una sospechosa
obsesión por las horas extra, totalmente incapaz de rechazar ninguna de mis
órdenes, por muy absurdas que fuesen. Algo que todavía aplaudo. Al fin y al
cabo, no existe explotación alguna que no se pueda compensar con dinero. El
caso es que ésta se empezó a acomodar a mi presencia y yo, vago e indiferente,
permití que crease su propio pseudo-romance con mi persona.
Cuando terminé con la rehabilitación y todos los dolores que esta
conllevaba, ya había contraído matrimonio con mi asistenta personal, y me había
mudado a una mansión fuera de esa ciudad que me había visto crecer. Cada vez
que pienso en todo esto, me resulta más irónico. Obviamente yo no tenía ningún
interés en cambiar mi forma de vida, así que decidí tomármelo como un favor
hacia Janice y a su familia de proletarios interesados.
Como ya dije anteriormente, unos años después “Dios” quiso
cargarme con el peso de tres hijos inútiles. Así que me dediqué a cuidarlos
como mis padres me cuidaron a mi tantos años atrás: como unos diminutos
parásitos a los que “querer” alimentar; mientras Janice se encargaba de llenarme
copa tras copa. Confiando en que jamás se aburriría haciendo esto, pues si lo
hiciese, lo último que le compraría con mi dinero sería una maleta y un par de
calcetines.
Ahora me he dado cuenta de que aún no es tarde para reflexionar un
poco sobre lo que ha sido mi vida. El dinero no compra la felicidad. Lo sé, y
aunque lo hiciera, no gastaría ni un mísero dólar en algo que nunca me ha
aportado nada, y nunca lo hará. Vivo rodeado de gente que solo me busca por
mero interés. Gente a quién no debo absolutamente nada. Afortunadamente después
de tantos años de mi amarga compañía, éstos por fin han comprendido mi
filosofía. "Haced lo que os plazca, mi vida está resuelta".
No estoy especialmente orgulloso de lo que me he convertido. Pero
sinceramente, mientras la falta de orgullo no me impida respirar, ésta no
significará nada.
Obviamente tuve mis años de oro, tiempos que aún se hallan en lo
más profundo de mi memoria. ¿y para qué olvidarlos? Al fin y al cabo son lo
único que me consuela de haber vivido por algo, más que por ser envidiado por
los demás, o amado por mis bolsillos llenos. ¡Qué tiempos aquellos! Cuando un
ordenador era señal de prestigio, y ahora ya vamos en naves espaciales.
¡Ridículo! ¿A caso quieren buscar en la Luna lo que no encontraron en la
Tierra?
Tal vez mi existencia haya sido un error. Probablemente así sea.
El caso es que mi tiempo ya se acaba, y ya es tarde para cambiar cualquier
cosa. Si alguien me ha llegado a querer fuera del ámbito económico,
sinceramente le felicito, pero ahora es el momento de terminar. Dos personas
armadas han entrado en mi morada, y estoy solo aquí. Escondido. He llamado a
los vecinos, pero estos han ignorado mi llamada, y con razón. Podrían incluso
ser ellos los que acaban de entrar en mi hogar; estaría más que justificado.
Me he forzado a mi mismo a
transferir toda mi fortuna a mi familia, antes de que ésta cayese en manos del
Estado, así que ya no me quedan cabos por atar. Y ahora sí, me voy a ese
maldito charco donde sea que se encuentre el hombre del bigote, sabiendo que
habré muerto tal y como siempre he vivido: solo.
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