—El otro día el tipo del televisor
me contó que mañana se acabaría el mundo.
—¿Y qué hiciste cuando él
apareció?
—Me saqué el sombrero, por
supuesto… vi en una película que esto es un signo de cordialidad,
y no quiero quedar como un grosero ante ese señor.
—¿Llevabas sombrero dentro de tu
propia casa?
—En realidad no, así que tuve que
improvisar uno rápidamente con una grapadora y un poco de papel
maché de mi prima Clair.
—¿Y el tipo del televisor supo
apreciar tu cordialidad?
—No lo creo… pero no me importa,
él tampoco se muestra demasiado cordial conmigo. Imaginate, ni
siquiera lleva zapatos. ¡El tío va descalzo! ¡Será maleducado!
—¿Había alguien más con ese
hombre?
—Creo que no… aunque podía oír
algunos susurros amenazadores de fondo… pero creo que solo eran los
pájaros de la calle. De esos que asustan bastante. Ya sabes...
—Muy bien. Hablemos ahora sobre lo
que te contó ese hombre ¿Te importa?
—¡Adelante!
—¿Te creíste lo que te contó?
¿Crees que llega el fin del mundo, como bien te dijo?
—¡Claro! Ese tipo nunca miente…
de hecho la última vez que le vi me advirtió de la inminente muerte
de mi prima Clair; y Clair murió. No sin antes prestarme el papel y
la grapadora, por su puesto.
—¿Te asustaron las palabras del
hombre del televisor?
—Al principio un poco… ese tipo
nunca trae cosas buenas… pero después me alegré muchísimo de
oírlas.
—¿Por qué te alegraste?
—Porqué acababa de conseguir la
oportunidad única y perfecta de hacer todo aquello que siempre
quise, pero nunca pude.
—¿A qué te refieres exactamente?
—Deja que te lo explique todo: salí
de casa un poco mareado. Lo normal cuando están lloviendo bolas de
fuego. Y contemplé ese cielo rojizo con una gran sonrisa en mi
rostro, que se estaba desfigurando por las altas temperaturas que
desprendía la Tierra. Entonces todavía no se me ocurría ninguna
cosa que hacer… tenía la mente totalmente en blanco, pero era muy
feliz ¿Sabes?. El mundo se iba al carajo y ya no tenía razones para
preocuparme por nada. Ni por la ley y ni siquiera por mi propia
moral…
—Supongo entonces que no eres
creyente ¿Me equivoco?
—En absoluto, no puedo creer en nada
porqué yo vi a Dios arder hace muchos años. Por lo que ninguna
religión fue capaz de frenarme durante el último día de la Tierra.
—¿Y qué paso entonces?
—¿Que qué pasó? ¡Muy simple! Me
senté en mi jardín meditando sobre cual quería que fuese mi último
acto en vida y entonces apareció el imbécil de Stanley, ese vecino
mío al que tanto le gustaba fardar de su perfecta familia burguesa y
de su precioso Cadillac rojo. El tío me saludó todo sonriente
mientras cortaba el césped de su parcela con una burlesca serenidad.
Se me pasaron del todo mis ganas de sonreír… el mundo se acababa y
no iba a compartir mi muerte con él; así que, hecho una furia,
salté a su propiedad cuando por fin me dio la espalda y lo despedacé
con su propio corta-césped. Luego metí a toda su familia en el
coche y lo hice arder con gasolina hasta que el rojo se volvió
negro.
—¿Cómo te sentiste entonces?
—Genial, llevaba mucho tiempo
aborreciendo a ese puñado de ratas. Creo que obtuvieron lo que
merecían.
—¿Qué más puedes contarme de ese
día?
—¡Muchas cosas! Eso sólo fue el
desayuno. Cogí el puñal que me regaló mi padre y me dirigí sin
pensármelo dos veces a ese restaurante dónde solía ir a comer con
mi ex antes de que me dejase por Jake, el dueño del local. Allí,
cuchillo en mano, secuestré al querido propietario y le obligué a
invitar a Megan a comer ese mismo día.
—¿Y vino?
—Por su puesto que vino. Entré en
la cocina sin que se percatara de mi presencia y le rellene de
raticida la botella de champán. En pocos minutos su cara se
convirtió en una verdadera fiesta de la espuma. Después abrí la
caja registradora del restaurante y cogí todos los billetes que
había. ¡No iba a quedármelos! ¿Para que quería el dinero si el
mundo se acababa? Solamente los enrollé e hice que Jake se los
fumara uno detrás de otro. A él no le maté; no tenía ninguna
culpa de que Megan fuese una traidora. Pero si que era culpable de
subir los precios del menú, así que la propina esta vez se la
quedaron sus pulmones.
—Cuéntame más…
—La gente se escandalizó bastante
por mis actos; muchos trataron de llamar a la policía. Los pobres no
se habían dado cuenta de la tierra ya se había tragado todos los
postes telefónicos de la ciudad. Pero casualmente aparecieron varios
coches de policía que no tardaron en ayudar a evacuar ese asqueroso
local. Yo me escapé por la puerta trasera y me escondí en un
almacén industrial muy próximo. Un par de horas después, cuando el
ambiente se calmó, salí de mi escondite y me fui al centro de la
ciudad; dónde la devastación y el caos era máximo.
Dibujé de todo en las paredes de la
iglesia hasta que los curas me echaron a patadas. Me fui de allí
pero no sin antes lavarme la cara en el cuenco de la entrada. Después
me acordé de Jake y su restaurante, y me di cuenta de que no había
comido nada cuando tuve la oportunidad; así que tan hambriento como
estaba, entré al restaurante más lujoso que pude encontrar y me
pedí exactamente cien raciones de lo más caro que tuviera la carta.
El camarero se negó a servirme; creía que estaba bebido o algo así,
así que tuve que matarle; y esto que no me parecía un mal tipo.
¿Pero que más daba? Si él también iba a morir tarde o temprano…
.
—¿Consideras que tenías derecho a
decidir sobre la muerte de esas personas?
—Bueno… un poco más que ellos
mismos. El caso es que comí hasta que mi tripa casi reventó, y
entonces me fui de allí evitando el pánico general que se había
generado en ese barrio.
—¿Crees que tu eras el origen de
dicho caos?
—¡Menuda estupidez! El planeta
estaba a punto de estallar… ¿acaso crees que la gente iba a
prestarme atención a mí? ¿A un tipo cualquiera de la calle?
—Oye. Eres consciente de que todo
esto que me has contado jamás ha sucedido ¿verdad?
—Ya… en realidad lo sé. El hombre
del televisor ya me lo dijo. También me dijo que esta tarde me haría
una visita; quiere hablarme sobre un tema muy interesante… algo
sobre el fin del mundo.
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