dilluns, 29 de febrer del 2016

VALOR Y PRESTIGIO

No acostumbro a leer el periódico durante mi tiempo libre. Solo existen malas noticias ya. Y no es que este hecho me deprima; ni siquiera me asusta. Después de 25 años en este mundo, las malas noticias simplemente me aburren. Pero hoy la gente solo habla de una cosa, y a pesar de que yo no tenga con quien hablar hoy, creo que me conviene hacer un pequeño vistazo a mi alrededor, aunque sea a través de las páginas de un diario.

El tema se resume más o menos así: Se halla en las profundidades del Parque Nacional de Dashville lo que parece ser un circo “clandestino” completamente carbonizado junto con sus operarios tras un incendio provocado. Y aunque la noticia nos permite explorar detalladamente la escena completa de dicho desastre, tengo esa detestable tendencia de resumirlo todo y guardarme muchas de las palabras en el bolsillo; palabras que jamás saldrán de allí.

Cuando suena mi alarma, como es habitual los viernes por la noche, me levanto del banco de madera blanca situado en el porche de la Residencia Ámbar y me sacudo el traje con el brazo, como siempre, intentando mantener esa elegancia que me permite ganar el sueldo. A continuación , sin perder ni un segundo, me coloco el gorro cuidadosamente en la cabeza procurando no despeinarme ni un solo pelo, me pongo esos finos guantes blancos de terciopelo y finalmente alineo y tenso la pajarita negra que cuelga de mi cuello hasta tener la sensación de que si la tensara más, seguramente me estrangularía.

Los Kinney no tardan en bajar acompañados de Mason, el mayordomo, y al verlos, ya como si fuera un acto reflejo, me sitúo inmediatamente al lado de su carruaje de fin de semana, preparado para recibirles.

Ellos se acercan a paso firme tras haber bajado todos los escalones que separan el patio de la entrada de la mansión; la atmósfera que les rodea solamente transmite una cosa: superioridad. Tanta, que incluso habiéndome asegurado de que mi gorro estaba perfectamente inclinado y simétrico al eje de mi rostro, no puedo resistirme a desplazarlo un milímetro más con el meñique. George Kinney acaricia el techo de su apreciada limusina alemana con la mano entreabierta, observando su propio reflejo en uno de los oscuros cristales del vehículo, iluminado desde el interior. Siempre me he preguntado qué es lo que debe ver uno al mirarse a un espejo y saber que todo lo que está a su alrededor le pertenece.

George Kinney es una de esas personas que podríamos llamarlas estereotipos, pues su imagen no se aleja demasiado del modelo de multimillonario heredero que todos conocemos; porque en realidad, Kinney es de esas personas que por mucho que te digan lo contrario, te demuestra cada día que el dinero sí hace la felicidad. Joven, robusto, tirando a ancho, de buen vestir y de buen comer. Este tipo trepó las viñas de la sociedad con una sola mano al heredar la propiedad entera de la fábrica metalúrgica de su difunto padre. Un hombre afortunado.

Abro las puerta de la limusina con el gesto refinado que todos esperan ver y George Kinney lo aprueba con un leve y seco movimiento de cabeza antes de acomodarse en su asiento. Detrás de él, entra su mujer, la señorita Judith Kinney, con un extravagante vestido de un color verde apagado y me lanza una cálida sonrisa que no tardo en devolver. Finalmente, me despido de Mason con un caricaturesco saludo militar y me adentro en la cabina del piloto preparado para “despegar”.

Cuando llegamos al “Jazz”, el prestigioso salón de baile, centro de reunión y ocio de todos los ricachones de Dashville, la limusina que tanto destacaba en las calles se convierte en una limusina más entre las decenas de vehículos de lujo de todas esas personas que ahora se encuentran dentro del local. Aparco y rápidamente abro las puertas del vehículo permitiendo a los Kinney salir del coche para reunirse con un cúmulo de gente de vestuarios lujosos que esperan en la entrada del Jazz. George sale por la puerta sin decir nada, solamente se limita a abrocharse la corbata. Y lo admito, antes me ofendía su nula relación conmigo; pero ahora creo que prefiero ignorar este hecho. Por otro lado, Judith se limita a sonreírme otra vez; y aunque sé que para muchos esto supondría un esfuerzo mínimo por parte de una persona con tanto tiempo libre, para mi es suficiente para darme cuenta que aún formo parte de este mundo.

Ambos se adentran en el salón, y yo, como buen chófer, permanezco sentado en mi asiento de cuero; mi pequeño santuario. Enciendo la radio del coche y me sumerjo en mis pensamientos un viernes más, no sin antes librarme del gorro y los guantes que delatan mi oficio. Porque aunque parezca una estupidez, y tal vez lo sea, adoro esa mirada sorprendida de la gente cuando se creen que yo soy el propietario del vehículo.

Jamás me he podido permitir cruzar la entrada del Jazz, más que en 1942 cuando yo, armado con mis 13 años y la cartera de cuero que me regaló mi padre, me dedicaba a repartir esos periódicos llenos de malas noticias por todo este lujoso vecindario, sin saber aún, que estaba condenado a trabajar para el lujo de otros todo el resto de mi juventud. El caso es que uno de esos días como cualquier otro, pude ver con mis propios ojos cómo eran las entrañas del Jazz, considerado entonces la “Arcadia de Dashville”. Si no me falla la memoria, a pesar de ser un centro de lujo y entretenimiento, a través de mis ojos infantiles podía apreciar un cierto exotismo que no lograba comprender y aún no he comprendido.

Mi alarma vuelve a sonar y me libera bruscamente de mis “nostalgias” para recordarme que en cinco minutos los Kinney están de vuelta. El proceso se repite: gorro colocado, pajarita alineada y guantes preparados para conducir de nuevo. Cuando mi reloj marca las doce en punto exactas, las puertas del Jazz se abren de par en par dejando pasar a una verdadera estampida de millonarios que se apresuran para ser los primeros en volver a sus mansiones después de un par de horas de diversión.

Entre las cabezas de la multitud consigo ver a George, que está hablando con un hombre de aspecto un tanto intrigante. Alto, delgado, corrompido por la edad y luciendo un largo sombrero de copa blanco, a juego con su vestido de “Lord Británico”. Ambos parecen pasárselo a lo grande contándose sus chistes intelectuales y retorcidos que jamás voy a entender.

Reconozco, si no ha quedado claro aún, que tal vez mi mayor pecado sea la envidia. Envidia hacia esta gente afortunada, con sus vidas libres y organizadas hasta su último segundo en este mundo. Tal vez sea cierto que cada uno recibe lo que merece; porque a mi, hasta ahora solo se me ha permitido soñar. Y es cierto; me resulta imposible asociar una cifra a las veces que me he imaginado a mi mismo en el lugar de George Kinney. Pero aunque sea extraño, aparte de ese incómodo silencio que me dedica cada día, no tengo ningún motivo para odiarle de verdad.

Volvemos a la Residencia Ámbar tan reluciente y brillante por los faros que la rodean; y la rutina se repite otra vez. George baja del coche explicándole a Judith las más estúpidas anécdotas sucedidas en el Jazz; yo les escucho reír, quieto como una estatua delante de la puerta abierta de la limusina, esperando a que se retiren para poder cerrarla. Y una vez terminada la eterna jornada, ando a paso lento hacia mi pequeño apartamento situado al otro lado del jardín de la mansión. Exhausto pero preparándome para mañana; el día de compras; el “Sábado Kinney”.

De repente, algo me llama la atención desde el otro lado del extenso patio de hierba. Ahí está ese hombre del sombrero de copa blanco en la entrada de la mansión esperando ser recibido. Pero extrañamente no llama a la puerta. Yo, movido por la curiosidad y por esa agradable pero efímera sensación de experimentar algo diferente, me oculto entre unos arbustos del patio, cerca de mi apartamento y observo detalladamente lo que sucede en el momento en que la puerta de la Residencia Ámbar se abre con sigilo.

George Kinney entra en escena y empieza a conversar con el elegante hombre de blanco. La conversación continúa imparable hasta que los gestos de ambos se empiezan a volver misteriosamente agresivos y una extraña falta de control se apodera de George. La distancia me obstaculiza, pero juraría que el indeseado invitado va muy bebido.

Lo siguiente ocurre tan rápido, que por una mínima distracción no llego a poder ver lo sucedido. Cuando vuelvo a enfocar mi vista hacia la puerta de la mansión, me doy cuenta de que George Kinney empuña temblorosamente un revólver humeante en la mano derecha y el individuo misterioso se encuentra rodando por las escaleras de la entrada, hasta finalmente frenar en seco al golpearse contra uno de esos impecables y brillantes faros de metal.

George desesperado baja las escaleras torpemente y agarra con horror el cuerpo sin vida del hombre de blanco, soltando un llanto afónico para no llamar la atención de nadie. Rápidamente, el señor Kinney arranca con todas sus fuerzas los cerezos que el jardinero había plantado esta mañana, y aprovechando el profundo hueco de la plantación, deja caer el cadáver, no sin antes vaciarle la cartera. Finalmente, con un mal improvisado disimulo, vuelve a colocar los jóvenes árboles en su sitio y se saca con ira su valiosa chaqueta de algodón teñido.

En el momento justo en que George entra de nuevo en su majestuosa morada, salgo de los arbustos y abro la puerta del apartamento cegado por la oscuridad y por una desagradable sensación de culpabilidad, que rápidamente queda aliviada gracias a mis más oscuros pensamientos sobre lo sucedido. Pensamientos que arrastro hasta la cama y me permiten calificar el día cómo “Un Viernes Diferente”.

Incluso madrugando, al salir del apartamento distingo un par de coches de policía en el aparcamiento de la mansión, en medio de las limusinas de los Kinney. Me acerco simulando no conocer el motivo de su presencia y los tres policías que observaban con fascinación la fachada de la Residencia Ámbar, se me lanzan ahogándome con preguntas sobre mi paradero durante la noche anterior. Yo no abro la boca hasta que oigo un nombre pronunciado por uno de los agentes: Matthew Crows.

“¿Quién es Matthew Crows?” pregunto al mismo agente que le mencionó. “Matthew Crows es el director general del “Gran Casino Winter's”, y ha desaparecido supuestamente esta noche. Su mujer ha insistido en buscarle y todos los testimonios aseguran que fue visto por última vez dirigiéndose a esta residencia. Ahora dígame, señor Bennet, ¿Donde estuvo usted anoche?” pregunta el comisario leyendo mi nombre en la placa de mi traje.

“Estuve en mi apartamento, allí” digo señalando con el dedo la pequeña casa del otro lado del jardín. “¿Vio usted algo fuera de lo normal?” pregunta el agente. “Nada” respondo intentando contener los nervios “Yo solamente soy el chófer”. No quería delatar al señor Kinney; no aún. Y no por miedo ni empatía; solamente porque sabía que podía sacar provecho a todo esto. Tal vez necesitase reflexionar un poco más sobre este suceso.

Me acerco a ese banco de madera blanca del porche de la mansión donde acostumbro a pasar mi tiempo libre y observo cómo en una noche, toda la tranquilidad que siempre había caracterizado este lugar se rompe. George y Judith son sometidos a un espontáneo interrogatorio justo delante de los coches de policía; ambos niegan saber nada. George evidentemente está mintiendo; se le ve en la cara; en cambio, Judith insiste con lágrimas en los ojos, que Matthew Crows jamás estuvo en la Residencia Ámbar. ¿Tendrá ella idea de lo que pasó anoche?

Las horas pasan y la policía se retira de la mansión tras haber interrogado a todos los miembros de la comunidad; a Mason, al jardinero, al cocinero… . El pánico y la histeria se apodera de la Residencia Ámbar. Es entonces cuando enciendo los mecanismos de mi cabeza para sacar conclusiones sobre qué debo hacer en esta situación. ¿Qué pasaría si delatase a George Kinney? ¿Qué sacaría yo a cambio de hacer tal cosa? ¿Dinero? ¿Fama? ¿Aliviar mi corrosiva envidia?

Observo desde la ventana que da directamente al comedor de los Kinney y me doy cuenta después de tantos años, que en el fondo, ellos también son personas como yo, como Mason, o como a toda esta gente que trabaja para conseguir el dinero que tal vez les permita vivir y hacer reales sus más ambiciosos sueños.

Para cualquier individuo, delatar los actos de George sería lo mínimo que podría uno llevar a cabo para hacer justicia; sin embargo, yo jamás me he considerado “Cualquier Individuo”, y puedo ver una pizca de luz en mi mente perversa. Una luz que me dice que George es un asesino por haber matado a un hombre, sí, pero si yo le delatase solamente por la envidia que le he guardado todos estos años, también me convertiría en un asesino; asesino por haber matado a una familia unida que en el fondo, no tenía ninguna culpa de mi situación social. Estoy seguro que la policía inspeccionará la casa hasta encontrar el cuerpo del señor Crows. Esto ni lo dudo. Entonces será el final de George Kinney. Vuelvo a mirar por la ventana del comedor y observo cómo George consuela a su esposa, asfixiado por el sentimiento de culpa.

Entonces tomo la mayor decisión de mi vida; entro en mi apartamento y agarro el teléfono con fuerza y con rabia. En cuestión de minutos la policía vuelve a la mansión y los Kinney salen corriendo por la puerta para descubrir el motivo de su regreso. Yo me acerco a ellos a paso firme y decidido, y digo en voz alta: “Matthew Crows está enterrado bajo los cerezos del jardín”. La cara sosegada de George se transforma en una expresión de confusión y furia contra mi. Si las miradas matasen, probablemente ya sería la segunda víctima de George.

Los policías levantan los pequeños árboles y desentierran el cuerpo mugriento del señor Crows. “¿Cómo sabías que estaba aquí?” pregunta uno de los agentes alterado por la imagen del cadáver. Los Kinney me miran aterrorizados aguantándose la respiración. Yo, en parte, me siento bastante satisfecho, porque por primera vez, olvidando la clase social que siempre me ha separado de esta gente, me convierto en el centro de atención de todas las personas que se encuentra aquí. Entonces miro a George Kinney a los ojos y digo con fuerza: “¡Yo maté a Matthew Crows!”.

Una semana más tarde, tras haberme convertido en objetivo de todos los juzgados y en la más actual de las malas noticias del periódico semanal, recibo una inesperada visita en el centro penitenciario de “Lincoln's Gate”. Me acerco al camarote de visitas y me expulso el polvo que ha infestado mi mono de rayas negras. Agarro el teléfono que me permite comunicarme con el hombre de detrás del cristal aislante y escucho la voz de George Kinney preguntándome “¿Por qué lo hiciste?”. Yo, siendo consciente de que es la primera vez que este hombre se dirige directamente a mi, no cómo a su súbdito, me limito a responder: “No soy ningún héroe”. No delaté a George porque sabía que hacerlo no sería por justicia, sino por envidia. Y ahora por fin he descubierto qué precio está dispuesto a pagar uno para sentirse algo en este mundo. El resto de palabras, como siempre había hecho, me las guardo en el bolsillo. Palabras que jamás, jamás saldrán de allí.



5 comentaris:

  1. Magnífico relato, personaje lleno de complejidad y produndidad...descubres las miserias humanas, mientras vas desarrollando la historia, muy bueno !

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  2. No dejas de sorprenderme, te vas superando día a día, sigue así Sergi y llegarás muy lejos, eres creativo,imaginativo y tienes mucho dentro de ti para compartir,sabes plasmarlo perfectamente en papel.

    Enhorabuena Sergi, me ha encantado de nuevo !!!

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  3. Impresionante!! Me ha cautivado. Has conseguido que fuera parte de la trama y la viviera. Que fantástico momento!! Es increible como, en un tiempo tan corto eres capaz de generar empatia con este personaje. Tiene mucho merito, enhorabuena!!

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