dimecres, 20 de juliol del 2016

ABANDONANDO EL PAÍS DEL MAL ALIENTO

En el preciso instante en que abro los ojos en la oscuridad de este desconocido lugar que me encierra, me doy cuenta que las reglas del juego en el que he estado jugando toda mi vida, han cambiado. Aunque no me atrevería a decir si para bien o para mal.

Me bastan dos rodillazos secos pero dolorosos en la superficie que me sepulta, para liberarme de las penumbras que me envuelven completamente y me impiden ver. No estoy nervioso; no tengo motivos para estarlo, o al menos esto intento creer mientras me libro del sudor que invade mi frente, y me levanto atónito ante el asfixiante paisaje de este infierno en el que me encuentro.

Salgo de mi reducida prisión que me ha albergado durante mi oscuro sueño para darme cuenta que se trata del maletero de un viejo y polvoriento descapotable abandonado. Mi mente se centra especialmente en la imagen de dos maletines solitarios apoyados sobre una de las ruedas delanteras del vehículo. Al instante, un misterioso presentimiento me empuja a descubrir qué contienen, o qué no.

Avanzo contemplando el árido suelo de esta llanura infinita hasta poder alcanzar las dos maletas que tanto me suplicaban ser agarradas, y todo para darme cuenta que ambas están totalmente bloqueadas por una cerradura con contraseña. Giro las ruedecillas del primer maletín que agarro, alineando los tres dígitos aleatoriamente sin resultado alguno. No tardo en convencerme de que este no el mejor modo de abrir dichos objetos, así que me levanto de nuevo y me abrocho con fuerza la corbata, persiguiendo con mis ojos la larguísima autopista desértica que cruza este eterno y sombrío desierto de piedra y polvo.

En la “Provincia”, los secuestros son tan usuales como la misma lluvia. Aunque los apestosos criminales de esas tierras malolientes jamás se habían dedicado a raptar residuos sociales como yo. Y aún menos a miserables obreros de la plantilla del Dictador. ¿Obreros? Más bien esclavos. El caso es que, por muy extraño que todo parezca, este no puede ser un secuestro de los sucios matones de la Provincia. Ni siquiera puedo afirmar con seguridad que a esto se le pueda considerar un secuestro; porque aquí, aparte de yo y mi sombra, no hay nadie más.

Así que, sin ningún rumbo a seguir y sin ninguna pista que me indique donde estoy y porqué, cargo las dos maletas en mis mugrientas manos, y empiezo a dejar atrás el descapotable siguiendo esta carretera dejada de la mano de Dios; bajo un sombrío cielo que absorbe los colores de este lugar, creando una siniestra y omnipresente amalgama de grises.

Todo lo que hay aquí es oscuro y tenebroso. La unión entre la vegetación putrefacta, el cielo nublado y la tierra seca de este lugar forman una espeluznante metáfora de la muerte, que me recuerda a cada paso que doy todos los segundos que he perdido en esta vida de injusticias sociales y rutinas abusivas. Segundos que jamás deberían haber existido en este mundo, pero allí están, forjando en mi memoria un desolado pasado que arrastro y arrastraré durante toda la eternidad, como aquí el viento arrastra el polvo.

Por otro lado, la intrigante atmósfera de este siniestro lugar, por donde ahora ando yo solitario, me transmite, a pesar de todo, esa serenidad que tanto hemos anhelado los ciudadanos de la Provincia. La sensación de, por primera vez, saber que mis decisiones no dependen de nadie, y nadie depende de mis decisiones, me llena la mente de incomprensibles nostalgias sobre el mundo en que debería haber vivido, pero jamás existió más que en el profundo saco de mis deseos incumplidos.

Embebido en mis pensamientos que me refugian del cansancio de haber caminado durante ya mucho rato sin reposo alguno, llego a un extraño y desgastado motel de carretera donde un luminoso cartel ilumina la frase: “No dejes que la noche sea un obstáculo en tu viaje.

Me acerco al sucio cristal de la ventana más cercana e intento visualizar el interior del edificio; pero solo logro ver la decaída imagen de mi reflejo. Me observo durante unos breves instantes, consciente de que es imposible visualizar lo que hay más allá de la ventana. Y cuando me doy cuenta de que ya no hay nada más que ver, y decido seguir mi rumbo abandonando este solitario motel, un escalofrío se apodera de mi cuerpo al ver que mi propia sombra ha desaparecido, y se encuentra delante de la antigua puerta de ese local.

Patidifuso, me froto lo ojos sin creer lo que está sucediendo en este preciso momento. Mi escepticismo desaparece al mismo tiempo que mi sombra, independientemente de mis movimientos, alarga un brazo señalando al timbre de esa vieja puerta. Atónito e incrédulo, me acerco a ese pequeño interruptor y lo pulso con mi pulgar, obedeciendo bajo esa siniestra presión. Al instante, la puerta de madera carcomida se abre sola, y mi sombra regresa a su lugar, para desaparecer entre la oscuridad del interior del motel.

Todas las lámparas de este sitio proyectan luces muy tenues. Tanto, que su brillo resulta casi imperceptible; pero no lo suficiente como para no darme cuenta de que la figura de un hombre muy alto se acerca a mi lentamente desde las tinieblas de un pasillo plagado de puertas. El hombre, equipado con un candelabro de tres finas velas apagadas, me mira con unos ojos completamente blancos y se agacha ligeramente para oler mi cabeza con su puntiaguda nariz. Yo, reacciono con rechazo, y le aparto con mis débiles brazos, mientras contemplo su uniforme rojo y negro de recepcionista, con una notable joroba en la espalda.

El hombre enciende las ceras y me ofrece el frío candelabro de metal. Entonces, poco a poco se adentra en la oscuridad alejándose de mí y me indica con un gesto que le siga. Yo, más paranoico que nunca, dejo las dos maletas en una mesilla arrinconada de la recepción y ando en su misma dirección hasta llegar a los estrechos pasillos del local.

La mayoría de puertas están cerradas con llave, con la excepción de algunas, en las cuales el escalofriante recepcionista se para para permitirme observar lo que reside en sus terroríficos interiores.

Abro la primera de las puertas, y asomo mi vista junto a la luz de las velas para encontrarme cara a cara con la escena de una ciudad en llamas, cuyos edificios me resultan tan familiares, que no dudo en relacionarlos con las casas de los barrios bajos de la Provincia, y sus horribles destinos que les esperan. Cierro la puerta con un cierto enfado y preocupación y al girarme, por sorpresa, el recepcionista ya ha avanzado silenciosamente hasta la siguiente de las puertas.

En la segunda entrada, tras las maderas de la puerta, encuentro lo que parece ser los restos de una población entera, amontonados formando una colosal montaña de huesos podridos, presos de centenares de buitres hambrientos buscando los últimos centímetros de carne en ese desierto de muerte y devastación.

Trago saliva ante esa escabrosa representación de lo que logro asociar con la destructiva opresión de los ciudadanos en la Provincia; y rápidamente cierro esta segunda puerta, pero esta vez, dispuesto a no abrir ninguna más.

Me aflojo la corbata para dejar circular el terrible y amargo sabor de esas imágenes, y me acerco al recepcionista, que ya se encuentra en frente de una tercera puerta. Esta vez, le entrego el candelabro en sus gélidas manos y apago cada una de las tres velas que sostiene, dispuesto a olvidar todo lo que he visto aquí dentro. El hombre enfoca sus ojos blancos de nuevo en mi, y me dice con una perturbadora y cadavérica voz: “Me temo que aquí no hay habitaciones disponibles para usted, señor.

Dejo definitivamente el motel tras recoger los maletines de recepción. Vuelvo a mantener mi andar constante sin cuestionarme nada sobre lo que acabo de ver allí dentro. No me cuestiono nada por el simple deseo de querer olvidarlo, y seguir este viaje envuelto en la misma serenidad en la que había estado caminando antes de entrar en el motel.

Por fortuna o no, no tardo en llegar a lo que parece ser un inmenso edificio dorado y luminoso, infestado de carteles que, en un simple vistazo, ya contienen más colores de los que he logrado ver desde que he despertado en este lugar.

¡Entra, gana, y conviértete en lo que más has deseado!”, me dice un extraño autómata de hojalata de apariencia femenina, representando la supuesta portera de este gran edificio, que al parecer no es nada más ni nada menos que un salón recreativo de juegos y apuestas.

Lo primero que pasa por mi cabeza es simplemente ignorar a la metálica portera para seguir andando por este desierto infinito, pero al ver cómo mi sombra lentamente se empieza a separar de mi cuerpo de nuevo, me anticipo a sus intenciones y decido acercarme a esa autómata por mi propia cuenta.

¡Este es el lugar donde tus sueños se pueden hacer realidad!”, afirma esta vez la autómata; que, con sus ojos de acero, también blancos, detecta mi presencia y simula una perturbadora sonrisa que hace rechinar sus engranajes internos.

Accedo al misterioso casino de las llanuras, y lo primero que me sorprende es darme cuenta de que toda la multitud que juega en este salón también son personas de metal pintado; con sus oxidados engranajes y sus desagradables sonrisas. Y están por todas partes: tirando dados en las mesas, haciendo girar decenas de ruletas de colores, apostando sus fichas de plástico desgastado, e incluso montadas en los vagones de un trenecito dorado de vapor, que merodea incansablemente toda esta lujosa sala de ensueño.

Hasta me resulta incómodo recordar que fuera de este lugar hay el eterno páramo de muerte y soledad del cual provengo.

Me llama la atención la figura de un mono mecánico de circo trepando una máquina tragaperras de oro entre centenares de otras, y por esta razón, me aproximo a ese artefacto de juego, contemplando su pantalla reluciente, sus tres rodillos llenos de garabatos intrigantes y su palanca de empuñadura de bronce, que alimenta cada vez más mis tentaciones de bajarla; hasta que finalmente cedo ante su poder de adicción.

Las tres ruedecillas, similares a las cerraduras de las maletas que reposan en mis pies, giran con fuerza hasta que lentamente, una a una se convierten en víctimas del mecanismo de freno. Las tres imágenes que se proyectan en la pantalla tras escuchar el cling” de la victoria, a pesar de no coincidir, me provocan otro horrible y súbito escalofrío, ya que en ellas, salen tres impactantes fotografías.

En la primera rueda, puedo verme a mí mismo pilotando orgulloso un lujoso avión de pasajeros, como tantas veces había soñado en mi infancia, sin ser consciente de lo que el futuro me aguardaba. En la segunda de ellas, aparece mi imagen de nuevo, en frente de una elegante casa de madera en una costa tropical, junto a una familia que jamás he tenido, y jamás había planteado tener en la apestosa vida de la Provincia. Finalmente, en la tercera y última de las ruedas, puedo ver a un ave sobrevolando libremente una radiante ciudad, cuyos edificios estaban ardiendo dentro de este escalofriante motel, pero sin embargo aquí irradian tanta libertad y belleza, que para mis atónitos ojos resulta un hecho increíblemente imposible.

De repente, el sonido de un objeto metálico precipitándose en la bandeja de premio, me arranca los ojos de esos luminosos rodillos, y me los traslada hasta la parte inferior de la máquina; encontrando así una peculiar moneda, que al leer sus instrucciones, me indica que debo entregarla a la “pitonisa” del local para conocer mi fortuna.

No me convence demasiado la idea de llevar a cabo tal acto, pero mi escepticismo ha quedado brutalmente anulado tras todos los sucesos que he experimentado en este alternativo mundo de sombras vivientes y sueños jamás cumplidos; así que ya no me sorprendería lo que sea que esa “pitonisa” deba decirme.

La “pitonisa” no es nada más que otra autómata encerrada en una bonita caja de aluminio con estampados de circo de los años 50 y con una bola de cristal blanco opaco junto a una pequeña ranura en la base, para insertar la moneda.

La aglomeración formada por mi nerviosismo, el leve temor a lo que está por suceder y la escalofriante melodía ambiental del recinto procedente de una oculta caja de música, me impiden encajar la moneda al primer intento; pero cuando lo consigo, todos los elementos anteriormente mencionados se exageran hasta tal extremo, que respirar se convierte en un complicado reto.

La mecánica pitonisa se empieza a mover torpemente a causa de su antiquísimo mecanismo, y entonces, observa la esfera de cristal durante unos escasos instantes, solamente para decir: “Debes continuar tu viaje para encontrar lo que realmente buscas; solo deja que tu corazón elija por ti el camino”.

Con una cierta pena, pero a la vez alivio, abandono el salón recreativo aferrándome a las dos maletas que me han acompañado durante toda mi odisea; sin comprender las palabras de ese ser de hojalata. Sigo andando esperando que al final de esta carretera pueda encontrar alguna cosa por la que haya valido la pena haber caminado tantos kilómetros.

Observo a mi sombra, que desde entonces, sus gestos ya vuelven a corresponder a mis acciones, comolo había hecho a lo largo de toda mi vida de miseria y esclavitud en la Provincia.

Tras todo lo ocurrido aquí, me obligo a preguntarme definitivamente quién me ha traído hasta aquí, y qué demonios es este lugar. ¿Tal vez un extraño sueño lúcido, producto de la necesidad de liberación? ¿Tal vez alguien está experimentando con mi mente, provocándome falsas emociones? Por ahora, lo único que puedo hacer con estas ansias de respuestas, es amontonarlas comolos huesos, en el saco de mis deseos jamás cumplidos. Un saco que se llena y llena, pero que nunca llega a su límite.

Y es así como inconscientemente llego a un tercer edificio solitario del desierto. Observo con mi mirada perdida la magna estructura formada por miles de pilares y vigas de hierro que construyen una ya olvidada lanzadera espacial, en medio del vacío espectral de estas llanuras.

Sus varas de metal tambalean entre las neblinas de polvo, azotadas por el mismo viento que me ha perseguido todo este viaje. Y, forzando mi vista, puedo ver sujeta a estas varas una larguísima cinta de tela con las palabras: “Es hora de emprender un viaje”.

Mi visibilidad disminuye al mismo tiempo que un terrible ardor crece en mi garganta al tragar esa creciente cantidad de arenisca y grava que se empieza a elevar con las corrientes de aire. Así que sin opción alguna, entro para refugiarme en las instalaciones de la lanzadera espacial, hasta que esa súbita tormenta de arena finalmente cesa, y en el horizonte aparece un reluciente Sol de atardecer, que llena el cielo de este mundo con su tan cálida y deseada luz, y penetra los cristales del camarote en que me encuentro.

Perdido en el placer de poder sentir de nuevo este Sol que ya creía inexistente aquí, me doy cuenta que entre mis ojos y el ventanal, cuelga una nota sostenida por un fino alambre, sujeto al techo de la sala. Arranco la inesperada nota y la abro impaciente, para leer:

Nota del Comandante Harris 10/6/76: El viaje ha estado un éxito, nuestros hombres han llegado sanos y salvos al objetivo en un tiempo récord. Después de conocer los inconvenientes y las ventajas del proyecto, empieza a ser hora de elegir cuál es nuestro sitio en este Universo. Decisiones, decisiones y más decisiones”.

Igual que muchas otras veces, no puedo evitar relacionar estas palabras con mi situación actual. ¿Inconvenientes? ¿Ventajas? ¿Decidir cuál es mi sitio?

Al dar la vuelta al papel, encuentro las siguientes palabras:

344 es la clave para volver a casa.
433 es la clave para vivir así para siempre.

No tardo en darme cuenta que esos dígitos no son nada más ni nada menos que las claves para abrir los dos maletines que he cargado en mis manos todo este tiempo. Así que reflexionando sobre las anotaciones anteriores, concluyo que el contenido del maletín cuya contraseña es 344, contendría mi pasaporte para volver al infierno de la Provincia, donde cómo pude ver en el motel, la horrible infamia me espera. Mientras que el contenido del otro maletín, el 433, me permitiría quedarme en un universo de libertad y oportunidad para lograr lo que jamás podría lograr en mi verdadero hogar.

Sin pensarlo más, decido actuar con una cierta curiosidad para descubrir el contenido de ambas maletas; y giro las ruedecillas de la primera alineando esta vez la cifras 344. Al abrir esta, encuentro una llave correspondiente a una puerta ubicada en el fondo de esta sala. La llave para volver a casa.

No obstante, al insertar la contraseña 433 en el maletín que se convertiría en mi oportunidad para permanecer en la deseada liberación absoluta, un último escalofrío recorre mis venas al ver que... el único objeto que contiene esta vieja maleta..., es una pistola cargada. Nada más.

diumenge, 10 de juliol del 2016

EL CABALLERO DE LAS DUNAS DE ORO

Cuando subo al escenario después de unas interminables horas de ceremonia donde nadie tiene nada que decir, cojo todo el aire que puedo almacenar en mis pulmones, y observo con desgana el vulgar cajón de madera que a partir de hoy será el ataúd de una persona que en su día fue un héroe y hoy ya no es más que polvo.

La gente come y bebe, esta es la razón de su presencia aquí. A nadie le importa lo que tenga que decir ahora. Pensar esto me relaja más de lo esperado. Aunque sin embargo, sé que muchos de ellos se girarán hacia mi cuando empiece a hablar, me escucharán atentamente fingiendo tristeza, y finalmente aplaudirán con fuerza; aplaudirán porque ya habré terminado mi discurso y podrán seguir zampando.

Alzo mi vista hacia las polvorientas calles de la villa, y me dejo deslumbrar por el abrasador Sol de Arizona, que ya se esconde en el Oeste. Me quito el sombrero con la mano izquierda y con la derecha agarro el papel que da comienzo a mi historia:

Nadie podría creer, ni siquiera imaginar, todas las tardes que yo desperdicié con 8 años, esperando en el umbral de mi morada con la vista fijada en las dunas del horizonte a que apareciera la figura de Jackson del Desierto, armado con su reluciente revolver y con mil historias increíbles que contar. Aunque como por arte del más estúpido infortunio, él siempre llegaba esas escasas tardes en que yo no estaba allí, preparado para ser el primero en verle bajar de su caballo y mojar su melena dorada en la fuente de la plaza central.

Él siempre se sentaba en una roca cerca de su choza solitaria, sonriendo con su diente de oro y rodeado de niños ansiosos por conocer los relatos de sus infinitas aventuras buscando y descubriendo los legendarios tesoros más ocultos del mundo, y luchando contra los más crueles mercenarios y bandidos que se cruzaban con él. Cómo olvidar ese día en que de su bolsa sacó un enorme jarrón de la perdida Atlántida de Platón… . Él siempre fue nuestro mayor héroe y nuestro único modelo a seguir. Cuando él partía en busca de nuevas aventuras inolvidables, todos nosotros nos convertíamos en Jackson del Desierto, listos para recrear sus relatos en nuestra infantil imaginación.

Pero lo que para nosotros era un honorable Caballero de las Dunas, para los adultos de la aldea era un hombre despreciable. Era más que obvio que envidiaban lo que él significaba para nosotros, los niños del pueblo; y era obvio que Jackson generase un cierto temor para los padres de su querida audiencia, que a menudo mal pensaban de sus actos. Pero existía una razón mucho más profunda que alimentaba ese odio de los adultos, y que no conocí hasta muchos años después.

Cuando llegué a la adolescencia, unos 15 años más o menos, Jackson desapareció totalmente de la aldea durante varios años. Nadie conocía el paradero de ese hombre; ni siquiera los escépticos adultos, que fruncían el ceño con desagrado cada vez que sus hijos, nietos o sobrinos preguntaban por él con inocencia. Durante los primeros eternos años tras su misteriosa desaparición, un profundo vacío invadió las calles del pueblo. El silencio y la quietud del desierto volvió a ocupar su lugar en esa villa de mala muerte. Todo cambió; lo reconozco sin dudar. Aunque como toda herida, su extraña pérdida cicatrizó a medida que el tiempo avanzaba.

Los asuntos de la aldea, las clases de ganadería y caza llenaron suficiente nuestras jóvenes cabezas, como para abandonar en el más oscuro olvido esa figura que tanto nos inspiró para crecer siendo lo que realmente deseábamos. Para llegar a encontrar nuestras metas tal y como él encontraba sus grandes tesoros legendarios.

Pero, como si de un milagro se tratase, reposando en el umbral del porche de mi casa de madera en una calurosa tarde de agosto, vi como una lejana figura cabalgaba a gran velocidad entre las colosales dunas del desierto. Me levanté al mismo tiempo que una sonrisa se empezó a esbozar en mi rostro, cansado de mi aplastante rutina. Jackson del Desierto había regresado más vivo e implacable que nunca. Llegó con el mismo caballo que le había hecho desaparecer tantos años atrás, y bajó de su montura en silencio ante mi soñadora mirada. Me saludó agarrándose ligeramente su sombrero de cuero desgastado. Desde ese instante volví a ser un niño necesitado de esas historias que ya había olvidado. No me sorprendió que a pesar de su simpático saludo, realmente ignorase mi identidad. El tiempo justificaba la pérdida de sus recuerdos, pero no de los míos, que rápidamente regresaron a mi cabeza adormecida, que aún no podía creer lo que estaba sucediendo en ese instante.

Las noticias no tardaron en esparcirse por la aldea, y en pocos minutos, Jackson del Desierto volvía a estar orbitado por todos esos niños que, más que niños, ya eran hombres.

Esa tarde, bajo los rayos anaranjados de un Sol ya cayendo, Jackson se sentó de nuevo en su querida roca, aún ardiendo por el Sol del día, y se sacó el sombrero para contarnos la última de sus intrepidantes aventuras. “La Ciudad de los Césares” exclamó mientras nos mostraba una brillante pieza de oro español, supuestamente hallada en su odisea hacia la mística Ciudad de la Patagonia. Imaginad nuestros incrédulos rostros de fascinación en ese instante en que pronunciaba ese extraño nombre.

¿Encontraste la ciudad? —preguntó un chico, anticipándose a los pensamientos de todos los demás.
Mucho me temo que… —intentó decir Jackson, cuando de repente vio algo en las lejanías que le silenció su discurso. Decenas de padres furiosos por el retorno del Caballero de las Dunas venían a buscar a sus hijos para alejarlos del pobre Jackson, que jamás había hecho nada malo para ganarse ese incomprensible odio. Al menos eso creíamos. “Mañana hay cosecha de trigo, debes volver a casa para dormir” decía mi padre para justificar su inesperada aparición. Nosotros, sin opciónalguna, obedecimos y dejamos atrás al solitario Jackson que, ocultando su dolor, se colocó el sombrero de nuevo.

La siguiente mañana, después de una dura jornada en el campo, un inesperado visitante cruzó las vallas de madera que separaban las cosechas, de las tierras áridas del desierto. Ese visitante no era Jackson del Desierto, cómo muchos debisteis creer. El visitante no era ni más ni menos que Elizabeth Day, la hija del tabernero del pueblo, con la que había compartido tantos relatos de Jackson durante toda mi infancia.

Pensaba que el estiércol del campo te provocaba náuseas —bromeé, recordando conversaciones de antaño.
Lo que me da nauseas es tu estúpido humor—respondió ella guiñando uno de sus ojos.
¿Has venido a decirme algo o solamente a meterte conmigo? —dije siguiendo esa parodia.
He venido a hablarte de Jackson del Desierto —respondió ella de repente, muy seriamente.
¿Qué pasa con él?
Anoche, tras el asalto de los adultos, vino al salón de mi padre y se estaba tomando un par de copas de ron cubano, cuando de repente, cinco o seis hombres, entre ellos el barbero y tres agricultores de la zona, le rodearon y le intentaron dar una paliza a sangre fría. Jackson pudo tumbar a un par de ellos, pero finalmente cayó en sus miserables manos, y estos le golpearon duramente hasta que Jackson prometió abandonar la villa para no volver jamás.
¿Y lo hizo? —pregunté desconcertado por la terrible historia de Elizabeth.
Lo hizo —afirmó con dolor.

Y Elizabeth no mintió. Durante los próximos ocho años no volvimos a saber nada más de Jackson del Desierto. Jamás pregunté a mis padres el origen del rechazo y el destierro del aventurero, porque sabía que conocer la verdad quemaría el buen recuerdo de él que aún conservaba en mi memoria, y que esta vez no tenía intención de desaparecer. Así que, armado con 23 años y unas insaciables ansias de aventura, decidí dejar atrás la aldea y esos apestosos campos para empezar mi odisea en busca del mayor tesoro de este oscuro mundo, el desconocido paradero de Jackson del Desierto.

Partí en busca de un objetivo que parecía tan imposible entonces… Pero tras cruzar decenas de valles, llanuras, ríos y fronteras cabalgando sobre Percy, el caballo invencible, según el tipo que me lo vendió, logré finalmente hallar al legendario Caballero de las Dunas, vagando borracho sin control por las claustrofóbicas calles de México.

El no me reconoció a mi, y casi yo no le reconocí a él. Su deplorable aspecto reflejaba una vida hundida hasta la más profunda miseria. Ese carisma que le convertía en el inigualable Jackson del Desierto se esfumó tras esa paliza en la taberna del pueblo. Lo único que le quedaba entonces era su diente de oro, que ya ni siquiera brillaba.

Fue entonces cuando tomé una decisión; yo conseguiría despertar de nuevo al intrépido aventurero que se ocultaba tras esa colosal capa de roña infesta y mugre. Jackson del Desierto no podía morir, más no si yo estaba allí para evitarlo.

Los próximos meses de mi vida fueron invertidos únicamente en desintoxicar y reorganizar la vida de ese hombre. Él, conscientemente o no, me había cedido su pequeño y descuidado refugio de barro en Monterrey, donde había estado malviviendo esos oscuros últimos años.

No era una tarea fácil… ¡Para nada! El carácter de Jackson se había convertido en una verdadera caja de sorpresas. Su adicción al alcohol y al opio le convertían en un monstruo en el instante en que se le privaba de alimentar dichas adicciones, y esto dificultó tanto su rehabilitación, que completarla resultó un fracaso. Jamás había imaginado que mi paciencia tuviese un límite tan frágil. Los roncos gruñidos e insultos de Jackson frecuentaban en mi día a día en esa cabaña, y en poco tiempo, me di cuenta que no existía método que pudiese traer de vuelta al admirado Jackson del Desierto.

Entonces llegó el detonante de esa dinamita que hacía arder las venas de mi cuerpo hasta puntos infernales. Durante una discusión, ya no recuerdo sobre qué absurdo tema, acudí a recordarle esos tiempos en que él era el ídolo de los niños de la aldea, en Arizona. Al oír esas ridículas palabras, se empezó a reír hasta el punto de asfixia, y con su más oxidada y enferma voz dijo:

¡Menudas memeces! Todas esas chatarras que os enseñé jamás fueron encontradas por mi. Solo me divertía viendo vuestras incrédulas caras mocosas ante mis cuentos de hadas. Entonces me dedicaba a robar en museos de las capitales para vender esas reliquias a todo tipo de coleccionistas sin escrúpulos ni moral. Tu cochambroso pueblo era mi tienda, y por esto tus papás me desterraron; porqué atraía a todo tipo de escoria durante las noches. Gente que no hacía nada bueno.

Me largué de ese maldito lugar y jamás volví a saber nada del “adorado” Jackson del Desierto hasta que nos mandaron a la aldea su cadáver encerrado en un cajón de madera carcomida. Al parecer, sus compañeros de crimen quisieron cobrar una deuda que Jackson no había pagado”. Y así acabó mi discurso. “Jackson del Desierto murió tal y como había vivido: como un estafador”.

Tras escuchar los previstos aplausos del hambriento e ignorante público, bajo del escenario y me uno a mis compañeros, entre los cuales está Elizabeth. Y cuando por fin termina este funeral sin lágrimas ni tristeza, cansado, me dirijo de nuevo a mi casa cuando de repente, un extraño cofre de madera oscura con grabados Mexicanos, deslumbra en la puerta de mi choza.

Una misteriosa nota sobresale del cierre metálico de la caja; y en esta leo:

Querido Peter, sé que es tarde para lamentarme de mis infinitos pecados, y dudo que puedas perdonarme, pero solo necesitaba disculparme por haberte hecho confiar en alguien que nunca existió. Pero entre tantas mentiras hay una pequeña luz que puede dar fuerza a tus creencias; pero solo si aceptas el reto. Con esto quiero decir una única cosa: luchaste para que Jackson del Desierto regresara, y aún no es tarde para dejarle marchar. Abre este cofre, pero no lo hagas por mí, hazlo por ti mismo; ábrelo y conviértete en lo que tu siempre confiaste. Ábrelo y sé tú el único e inmortal Jackson del Desierto.

H.R.Jackson”

Abro el cofre con mis manos temblorosas y en su interior reposa un amarillento papel doblado varias veces. Mis ojos no pueden creer lo que ven tras abrir el papel cuidadosamente: el auténtico mapa hacia la legendaria Ciudad de los Césares.