dimecres, 27 de juny del 2018

FÁBULAS DE "TERRA HIELO" (Parte 2): ENTRE LAS MANOS DEL INVIERNO

Un golpe contundente hizo vibrar el bote con violencia. Y tras éste, un par más rompieron todo el silencio que las aguas habían retenido. Las rocas cristalizadas por el hielo ya se asomaban por la superfície del mar; hecho que le daba a entender al deprimido y devastado Hans Wieden que ya no navegaba muy lejos de la costa.

Su embarcación no tardó en rozar la orilla del continente. Terra Hielo había sido devorada por las nieblas que se albergaban más allá del horizonte, y todo ese desprecio e inhumanidad habían sustituido la bonita imagen que el muchacho había conocido de ese impenetrable imperio.

El frío escamaba la piel ya insensibiliazda del joven Hans. Llevaba más de un día a la intemperie flotando  sobre ese bote maltrecho. Suerte tenía de no haber empezado a sufrir los primeros síntomas de una inevitable hipotermia. A pesar de esto, los primeros temblores y espasmos ya estaban al acecho en busca de un instante de debilidad. De un instante de rendición.

Esas eran tierras volcánicas. La roca parecía reciente, ya que el agua todavía no había erosionado los grumos de la lava solidificada. Tal vez las corrientes le habían arrastrado hasta la Península de Howl, al sur-este de Terra Hielo. ¿Quién sabía? En ese entonces, todo lo que Hans conocía sobre el desolado mundo exterior procedía de los varios libros que había leído en la Corte de la Emperatriz Svrine. Svrine…

Hans Wieden se puso en pie tras su desembarco. Los gélidos vientos le azotaban despiadados. Hans lloraba y gritaba dominado por el éxtasis y la frustración de haber estado un día cara a cara con el más deseado y envidiado paraíso, y la mañana siguiente haber visto como ese mismo lugar le susurraba al oído que jamás había sido nada allí. Que nunca pertenecería a esas tierras de luz y magia. Que ese no sería su hogar por mucho que él quisiese.

Pero las lágrimas y llantos de Hans se perdían en el silencio de la nada, como cualquier esperanza de poder regresar algún día. Cualquier esperanza de poder ser aceptado. Todo había sido un gran malentendido o un gran acto de imprudencia desesperado, pero ahora ya no le quedaba nada. El chico finalmente se dejó caer al suelo y esta vez quiso dejarse devorar por las olas del ártico.

Hans despertó con los característicos petardeos de una acogedora e indiscreta fogata. Al parecer, alguien lo había arrastrado hasta una antigua y oxidada nave industrial, y había encendido varios barriles de oleo a modo de calefactor improvisado.

Varios colectivos de desconocidos se hallaban esparcidos alrededor de las distintas hogueras prendidas en esa área. Esa gente lucía enferma y fatigada. Supervivientes atrapados para siempre en la más despiadada intemperie polar. Personas que, sin duda alguna, le habían salvado la vida.

Una mujer con dos niñas estaba allí, supervisando al joven desterrado.
¿Donde estoy? —preguntó el joven confuso—. ¿Y quienes sois vosotras?
El padre de estas niñas te ha encontrado esta mañana inconsciente en la Playa de los Geysers —dijo la mujer—. Estabas al borde de la hipotermia… has tenido mucha suerte de que Jasim te encontrara.
¿Eres la madre?
No —dijo secamente mirando a las dos niñas que observaban a Hans con inquietud—. Solo las cuido mientras su papá está fuera del campamento rescatando trastos útiles del exterior. Mi nombre es Alice, y este es el último campamento del Sendero Vulcan. Las tormentas han arrasado con todos los demás…
Agradezco que me hayáis salvado la vida… —cortó el chico—. Pero ahora debo regresar al Imperio de Terra Hielo.
Ya me contarás cómo piensas llegar allí… esa ciudad es del todo inalcanzable. Desde que cerraron las puertas a los huérfanos, ya nadie ha vuelto entrar ni salir de ella.
Excepto yo.
Ambos se miraron con cierta tensión y frialdad.
Papá conoce un modo de entrar a Terra Hielo —pronunció una de las niñas de repente.
¿Es eso cierto? —preguntó Hans al instante.
¡No…! —defendió Alice—. ¡Bueno sí! Pero ya no…
¿Por qué no?
Se trata de una antigua base militar del ejército personal de la Dinastía Lars. Está al pié del volcán Nordeg, y digamos que custodia una ruta subterránea directa hacia el Imperio. La conocen como el Enclave de Stalemate.
¿Tú o ese tal Jasim podría llevarme hasta allí?
¡No tan rápido, forastero! —interrumpió la mujer—. Cuando aislaron Terra Hielo de los Senderos ya se aseguraron de bloquear ese acceso.
¿Cómo? ¿Y por qué desconozco todo esto si he vivido toda mi vida en ese Imperio?
Supongo que a los ciudadanos se les mantiene al margen de los temas externos para evitar difundir el pánico y la duda moral. El caso es que fumigaron Stalemate con gases alucinógenos de todo tipo y, desde entonces, todos los que han tratado de cruzar ese umbral han muerto por ataques de pánico o se han quitado la vida en ese mismo lugar.
¡Esto es terrible!
Sí, de todos modos no vale la pena obsesionarse… al fin y al cabo siempre termina siendo Terra Hielo quien decide quien entra y quién no. Ya puedes desearlo con todas tus fuerzas, que ésta siempre tendrá la última palabra.
¡Tonterías! Necesito volver cueste lo que cueste… toda mi vida y todo lo que aprecio se encuentra allí.
Créeme si te digo que todos los que estamos en este campamento también moriríamos por acceder a ese Imperio.
Necesito que me lleves a ese tal Stalemate… tú o el padre de las niñas… no me importa.
¡Nadie va a llevarte al Enclave de Stalemate! Es una ridiculez.
No os pido que entréis conmigo… solo que me orienteis hasta allí.
Entrar en el Enclave de Stalemate es firmar tu sentencia de muerte —irrumpió una voz grave desde detrás del chico—. Ni siquiera yo, que ya conocía esas instalaciones desde mucho antes de ser clausuradas, he podido adentrarme más de cinco metros de la entrada principal de la base.
¿Tú eres Jasim? —preguntó Hans al nuevo individuo.
Así es.
Yo soy Hans Wieden… soy ciudadano de Terra Hielo… por lo menos antaño lo fui… necesito volver.
Sepas que no te he salvado la vida esta mañana para dejar que te me mates ahora.
Yo hago lo que me dé la gana con mi vida. Nadie te pidió que me salvaras... Dime pues… ¿Queréis algo cambio? Haré lo que me pidais.
Que te alejes de ese maldito lugar y ni se te ocurra volver a pensar en él.

Hans pasó la noche en vela observando las ondeantes y calurosas llamas de ese barril prendido.
¿Por qué razón te echaron de Terra Hielo? —preguntó Alice rompiendo el silencio y característico sonido de los petardeos de las brasas.
Digamos que destapé algo que no debía haber destapado… quise meterme en algo que me superaba mil veces en altura.
¿Y qué pasó?
Supongo que molesté a alguien. Y cuando no eres nada y te enfrentas a un todo absoluto, deshacerse de ti es pan comido… ¿pero sabes? Ahora no me apetece hablar sobre esto.
Entiendo…
Solo deseo poder regresar allí cuanto antes… aunque ya me hayan tachado de la lista para siempre. ¡Oye! ¿Por qué Jasim ha dicho que conocía el Enclave de Stalemate? ¿Trabajaba allí? ¿Era un soldado?
Así es. Tan solo era un recluta y por esta razón no le dejaron irse con las élites. A demás su mujer, Delia, pertenecía a los Senderos y jamás hubiese sido admitida allí arriba.
¿Qué le pasó? ¿Dónde está ella?
Ella murió hace dos años en un asalto en las barracas. Su familia quedó muy desestabilizada desde entonces. Por esto yo les ayudo con todo lo que puedo.
¿Y tu familia?
Mi familia desapareció sin dejar rastro cuando yo era pequeña. Mi padre era cartógrafo, y viajaba por todo el ártico trazando mapas de islas y trozos de hielo flotantes. El único día que mi madre decidió ir con él de expedición, ambos no volvieron jamás. Lo único que me dejaron fue una colección de mapas de lugares a los que nunca creo que vaya.
Lo siento…
No hace falta. La tragedia es rutina en éste páramo de muerte y soledad.
Podrías enseñarme las obras de tu padre.
¿Me lo preguntas?
No… solo digo que… bueno, me gustaría apreciar sus trabajos. Soy bastante curioso, la verdad. De no ser por estos impulsos míos hoy no creo que estuviera aquí hablando contigo.

Hans acompañó a Alice hasta una pequeña choza hecha a base de láminas de aluminio y capas de plástico deformado. Allí dentro, la mujer encendió una vela y abrió un baúl de acero que, al parecer por los grabados de su tapa, antaño había transportado explosivos.

Alice empezó a sacar pergaminos y a desenroscarlos con suma precaución y delicadeza, mostrando esos detallados garabatos a los impacientes ojos de Hans que, sin duda, estaban expectantes de algo que no querían manifestar. Hasta que se hallaron cara a cara con ello.

Un mapa de rutas de ese Sendero. Eso era. Una guía al detalle de todo ese tal Sendero Vulcan. La Playa de los Geysers, el Volcán Nodreg y ¿cómo no? El mismísimo enclave de Stalemate. El chico aprovechó la mínima distracción de Alice para doblar ese mapa y ocultárselo dentro de su pantalón todavía húmedo. Al parecer, Hans acababa de reservarse un viaje nocturno hacia los límites de ese sendero.

Cuando todo el campamento ya dormía en sus cabañas. Hans Wieden llevó a cabo un gran acto de desobediencia, y robó una moto de nieve para cruzar todo ese páramo helado. Él había sido advertido, más era del todo incapaz de sobrevivir en un espacio tan hostil como lo era ese. Sin embargo las ansias de volver a cobrar su vida le impulsaba a no dejarse llevar por los miedos y todos los obstáculos psicológicos que se le habían impuesto. Hasta que, siguiendo el mapa paso a paso, finalmente llegó a las puertas de una gran edificación de hormigón integrada al cuerpo de un monte colosal, cuyas rocas eran recién solidificadas. Hans estaba a las puertas de Stalemate.

La puerta al Enclave era grande y semicircular. Precintada hasta el último milímetro, pero llena de perforaciones en la chapa de la misma, fruto de otros varios desventurados que también quisieron acceder. Esa imagen del puro abandono ponía los pelos de punta. El interior empapado de la penumbra más densa, parecía albergar los espectros en pena de todos los que murieron allí dentro. Y por un instante el chico se replanteó la idea de entrar en ese edificio maldito. Tenía miedo. Mucho miedo. Pero nada era tan fuerte y tozudo como su dolor y voluntad, así que cogió aire, y se dejó devorar por las tinieblas de Stalemate. Quizás antaño ese lugar no le hubiese provocado tal sentimiento de frialdad, pero ahora Hans ya había aprendido a creer en maldiciones.

Los primeros pasos fueron firmes, y por unos instantes, la mente de Hans se reía de todas esas cosas que le habían contado los del campamento. Todo iba perfectamente y ni siquiera el hedor de putrefacción de ese sitio era un impedimento para seguir avanzando. Hans caminaba por ese largo corredor y cada vez estaba más seguro de sí mismo.

Por pequeños instantes le parecían ver sombras moviéndose a través de la oscuridad y la niebla, pero siempre resultaban ser telarañas o pedazos de trapo mugrientos colgados del techo y de las omnipresentes tuberías. Un camino sereno, silencioso y para nada hostil hacia Terra Hielo. Tal vez la leyenda de Stalemate se hizo tan escalofriantemente grande entre los ciudadanos del Sendero de Vulcan, que nadie jamás se atrevió a entrar realmente. Mera superstición popular. ¿Quién sabe? O quizá Hans era inmune a los alucinógenos… .

El muchacho llevaba ya una hora andando a través de un vasto túnel de soledad y abandono cuando un primer indicio de luz se asomaba a un distante punto de fuga. Era la anhelada salida, dónde supuestamente el glorioso paraíso invernal le estaba esperando. Hans corrió como un desesperado, pero una mala sincronización de sus extremidades dominadas por la euforia le hizo tropezar bruscamente. Cuando Hans se recompuso quedó del todo horrorizado, pues había regresado al principio de ese largo y oscuro camino. A tan solo unos tres metros de la puerta semicircular. Eso no era posible… a menos que toda esa caminata hubiese sido una estúpida alucinación de una hora y él jamás se había movido de ese punto. Hans empezó a hurgar en su mente en busca de una explicación, y fue entonces cuando su razón le hizo darse cuenta de que en realidad tan solo llevaba 5 minutos allí dentro. Todo era realmente confuso. En el momento de alzar la cabeza, todo su alrededor se había convertido en una espantosa masa negra que no le dejaba ver nada.

Alguien agarró súbitamente a Hans cuando éste se estaba ofuscando con la más pura ansiedad.
¡Imbécil! Te dije que te olvidaras de Stalemate.
Jasim había acudido al rescate como por arte de un milagro. Éste empujó al joven hasta la salida del Enclave y le salvó la vida por segunda vez en un mismo día. Lo último que pudo ver Hans al recuperar la consciencia fue a ese hombre dentro del perímetro mortal, golpeándose la cabeza contra una pared hasta la muerte, preso de la locura que ese lugar maldito le había otorgado. El joven no pudo hacer más nada. Solo quedarse al margen aterrorizado y ver la sangre brotar del cuerpo de un superviviente que acababa de terminar su camino.

Jasim había muerto por su culpa. Eso era indiscutible. ¿Cómo iba Hans a explicar lo sucedido a Alice? ¿Cómo iba a explicárselo a sus hijas? Con la más horrible pérdida y ese profundo pesar, el chico denegado de Terra Hielo empezó a rehacer su camino. Deprimido y sin una gota de moral y voluntad en sus venas. Acabado. ¿Era él capaz de confesarse a esa gente, o huiría como ese cobarde que siempre fue, pero jamás quiso reconocer? Terra Hielo se alejaba mientras la desesperación lo devoraba todo a su andar. Terra Hielo se acababa de volver inalcanzable.

(Continuará...)

dijous, 7 de juny del 2018

FÁBULAS DE "TERRA HIELO" (Parte 1): LOS DOS ROSTROS DE SVRINE

El vago recuerdo de “Terra Hielo” que permanecía en la cabeza de Hans era realmente pobre y vacío.

Desterrado del todo, el hombre de ya unos 35 años, solitario y un completo desconocido hasta por sus vecinos más cercanos, se dedicaba a contar uno a uno los días que caían como las botellas de “vodka” y “ginebra” de sus estantes; en grises tierras nutridas por el rechazo y la más pura e imperturbable melancolía. Rechazado y melancólico definían a la perfección a ese hombre. Tal vez porqué jamás supo como olvidar del todo, o tal vez porqué jamás aprendió a reír en un lugar donde la gente necesitaba reír por pura supervivencia.

Promesas, recuerdos, y anhelos quedaron sepultados en un baúl cuya llave se había quedado demasiado lejos del alcance de Hans. Todo estaba demasiado lejos de su alcance. Y con todas estas pérdidas, memorias sobre una Emperatriz del más frío y lejano Invierno y sus dos rostros malditos; un guardián de hielo grande como un galeón de mercancías, y un magno Imperio cuyas torres y palacios acariciaban el Sol con sus cúspides. Un cuento de hadas escrito con la sangre de los que se fueron y no hallaron modo de regresar. Un cuento que, inevitablemente, estaba destinado des del principio a arder en la hoguera del olvido, pues nadie había intentado evitarlo jamás.

Con muy corta edad, el pequeño Hans fue enviado a “Terra Hielo” por su paupérrima familia, nativa del Sendero Gris, con el fin de ofrecerle una vida absolutamente al margen de la pobreza y mediocridad con la que sus padres habían tenido que convivir todos esos años.

Por fortuna en ese entonces, el chico llegó en épocas de gran prosperidad y esplendor para el lugar, así que sin mucho obstáculo de pormedio pasó inmediatamente a formar parte y crecer en la corte infantil de la gran Emperatriz de ese destellante imperio. Corte que se dedicaba especialmente a acoger con los brazos abiertos a niños que, como Hans, buscaban un lugar digno donde vivir y madurar; pues la vida en “Terra Hielo” era de ensueño. Todo relucía como zafiro pulido dentro de esas murallas, y no cabía espacio para el aburrimiento y la amargura ajena. El frío letal y las borrascas de esas tierras nórdicas ni siquiera era un problema allí, pues las avanzadas tecnologías habían dotado a la urbe de su propio y placentero microclima ideal. Y de este modo, persona que por casualidad atestiguaba esa lúcida utopía invernal, era persona que no regresaba jamás a las monótonas calles de la periferia.

La vida en la Corte era sencilla. El paso del tiempo no era un pesar, porqué nunca lo había sido. Había tiempo de sobras para trabajar, tiempo de sobras para descansar, y tiempo de sobras para el ocio y el recreo. Los huérfanos y huérfanas que terminaban allí sabían de sobras que habían caído en buenas manos. Y los padres que decidieron dejarlos también eran conscientes de ello.

La recién coronada Emperatriz del Imperio, su alteza Svrine, descendiente de una prestigiosa familia de difuntos alquimistas y hechiceros estudiosos del hielo y sus propiedades cuánticas; era una joven benevolente y hospitalaria ante la atención de su propia Corte.

A menudo se dejaba ver por las áreas de reposo de infantes, jóvenes y no tan jóvenes; siempre arrastrando tras de si esa aura de pureza y despreocupación que todo el mundo tanto admiraba. Siempre sonriente y serena. Con sus vestidos a juego con la gélida nieve de las montañas más cercanas. Una reina del hielo con un corazón ardiente a los ojos de su pueblo. Sin embargo toda esa envidiable blancura era inevitablemente ofuscada por una inquietante leyenda popular, que ya se había hecho notar por todo el Imperio y más allá de sus murallas.

La maldición de las dos caras de Svrine”. Así es como la llamaban. Leyenda que relataba como, fuera de la aparente ternura y felicidad de su majestad, lejos de la supervisión del pueblo y la Corte, la Emperatriz se volvía presa de un mal desconocido, y éste fue la perdición de su familia entera. Un antiguo hechizo maligno. Un extraño evento esotérico que le devoraba el alma y se adueñaba de su cuerpo, volviéndola tan fría y despiadada como las borrascas de allí fuera. Pero realmente nadie conocía su origen ni su vericidad.

Durante su estancia en la Corte, de un modo u otro, la inevitabilidad de dicha leyenda llegó a los oídos del joven Hans quien, por un ateísmo bastante firme y desarrollado para su escasa edad, se negó a dar mínima validez a esos relatos sobrenaturales.

Los años iban pasando en esa urbe y Hans vivía en cierta armonía con esa família que había crecido junto a él. Esa misteriosa leyenda protagonizada por la mismísima Emperatriz no se borraba de la mente colectiva de la Corte. El tiempo no era lo suficientemente voraz como para arrastrarla hasta el olvido; y aún así, nadie osaba hablar sobre ese tema en lugares públicos donde una de las miles de orejas de Svrine pudiera oírle. No era por miedo a ser castigados; más bien se trataba de un merecido respeto a esa mujer que más allá de los relatos que se contasen, jamás había hecho ningún verdadero daño a nadie. Por lo menos no públicamente.

Hans había sido muchas cosas a lo largo de su madurez. Un buen amigo o un tipo al que odiar sin compasión, un compañero o un estorbo más, un verdugo o una víctima de los demás y de sí mismo a la vez. Todo distinto ante los ojos de quien te hablase de él. Lo que nadie podía discutir sin duda alguna en ese entonces, era su retorcida psique y su extremada facilidad por obsesionarse e inconformarse con esas cosas que le llamaban la atención.

Así pues, el muchacho no había tenido ningún remordimiento a la hora de darle vueltas a ese relato que había dotado a esa ciudad de una atmósfera de misterio e incertidumbre que superaba con creces el surrealismo que ese sitio ya tenía de por sí. Su atracción por la leyenda no fue instantánea, más pasaron años hasta que Hans se involucró de pleno en esta historia. Todo empezó con una llave perdida en un conducto de climatización, y que por cosas de un caprichoso “Deus ex-machina”, terminó siendo expulsada sobre la litera de Hans; en uno de los cientos de dormitorios que había en las murallas de la Corte. Cuando el chico se encontró con dicho objeto la misma noche de su espontánea aparición, no tardó en aceptar el reto que la vida le acababa de proponer. Así que durante los siguientes días, con la ayuda de su amigo y compañero de litera Alfred Willermann, aprovecharon todo rato que tenían disponible para manosear cada una de las puertas que había en todo el palacio y parte de la calle principal, sin ningún fin verdadero más que el de alimentar sus ansias de corrosivo descubrimiento. Pero en ese entonces jamás llegaron a encontrar la ranura correspondiente. Eso fue decepcionante.

Ambos jóvenes terminaron olvidándose del misterio y la llave fue guardada en un cajón donde Hans y Alfred solían guardar golosinas que robaban del comedor algunos fines de semana. Encerrada hasta nuevos eventos o quizá para siempre. ¿Quién sabía?

Semanas más tarde, un día que aparentemente había amanecido con normalidad en la Corte de Terra Hielo, Alfred acudió corriendo a Hans con una noticia inesperada entre manos. Sabiendo que Alfred nunca corría por cualquier motivo ageno, y mucho menos en horas oficiales de descanso, lo que fuere que había descubierto tenía que ser algo realmente fascinante. Y así era.

Alfred había oído como unos centinelas mencionaban la llave desaparecida de la “Cámara de Frost”; el gran generador térmico que mantenía esa ciudad aislada de las inhumanas temperaturas e imprevisibles catástrofes climáticas que frecuentaban en el Círculo Polar. Llave que sin duda alguna se encontraba en manos de Hans y su Amigo, cuyas intenciones no consistían precisamente en devolvérsela a sus dueños.

Esa misma noche, infringiendo toda norma que se opusiera entre ellos y su objetivo, los dos críos cruzaron media ciudad saltando de tejado en tejado para no ser vistos por nadie durante su viaje hasta la “Base Svei”, edificio que albergaba la ya mencionada Cámara de Frost, y que se hallaba en una fortaleza del casco antiguo.

Con la ayuda e impulso de Alfred, Hans pudo trepar la muralla de la fortificación hasta alcanzar una ventana que sería su acceso directo a esas instalaciones cuyo paso a peatones estaba estrictamente prohibido.

A decir verdad, esta no era la primera vez que los dos muchachos rondaban por esas zonas restringidas. En un par de ocasiones antes habían estado en esa misma fortaleza para usar las calderas tibias a modo de aguas termales privadas. Meras locuras adolescentes que jamás dejaban de ser divertidas. Pero esa vez la zona estaba totalmente vigilada por centinelas de la Guardia Imperial, así que no quedaba espacio alguno para juegos. En el instante en que Hans cruzó el muro, Alfred tuvo que huir antes de ser visto por unos agentes que merodeaban la zona.

Hans prosiguió con su marcha, sin esperar ni decir nada a su compañero, que ya debía andar lejos de allí. Y ocultándose detrás de las calderas e inmensos tubos humeantes de ese edificio, el joven llegó a la puerta de la famosa Cámara de Frost y no tardó en introducir la llave y girarla silenciosamente abriendo así esa puerta; y enseguida se asomó en su interior para deleitar sus ansias de aventura. Pero lo que vio allí dentro le hizo retroceder al instante. Allí, junto al resplandeciente generador, se encontraba la Emperatriz Svrine acompañada de un colosal titán de hielo y rocas. Pero algo iba mal… la dulce y encantadora Svrine estaba allí humeante. La dulce y encantadora Svrine estaba allí, al parecer, encerrada y custodiada por un grotesco muñeco de nieve de mil toneladas. Algo demasiado extraño. Hans salió corriendo de allí sin pensarselo dos veces.

El chico no le contó nada a su compañero Alfred Willermann cuando éste regresó a la habitación. Su ambición puede que le cegara en ese instante. Tan solo se excusó contándole que esa no se trataba de la verdadera llave de la Cámara de Frost, y que todo había sido un jodido malentendido. Pero eso no significó dejar el tema de lado; pues Hans acababa de abrirse las puertas a un misterio que no iba a dejar escapar de ningún modo. Eso le daba verdadero morbo animal. Desde entonces decidió que un día de esos haría una nueva visita a la Emperatriz.

Cuando el muchacho reunió el coraje suficiente, acompañado de su soledad y esas llaves que semanas antes se convirtieron en un camino directo a la aventura, rehizo el camino de tejados hasta la Base Svei y se abrió paso entre las mismas calderas y tuberías que anteriormente fueron su escondite. Lo que no se esperaba es que alguien ya estaba pendiente de su llegada.

En el preciso instante en que el joven abrió esa puerta de nuevo, una gigantesca mano de hielo se escurrió entre los marcos y trató de agarrar al muchacho. Pero los reflejos de éste le salvaron por esta vez. Aunque tarde para evitar un segundo intento de alcance.

Los gélidos dedos de ese ser invernal no tardaron en oprimir al chico quien, falto de fuerzas, fue arrastrado hasta el interior de la Cámara de Frost.

La Emperatriz Svrine estaba allí, entre las luces y capas de niebla procedentes del generador. Su imagen era difusa y mucho más agresiva y demoníaca de lo que jamás había sido expuesta. ¿La leyenda de los dos rostros de Svrine era cierta? ¿Cómo era eso posible?

Vaya, vaya… parece que alguien se ha metido donde no debía —dijo la Emperatriz removiendo la neblina con su aliento—. ¡Vran! Acercame el chico. ¿Quieres?
El titán deslizó a Hans hasta los pies de Svrine, y con su monstruoso índice arrodillo al chico ante la presencia de su majestad.

Svrine acercó su rostro sombrío al joven que yacía en el suelo, y soltó una brisa de humo blanquecino.
Hans Wieden… —susurró la chica con una voz espectral.
A su servicio… majestad… —soltó el chico sin saber como reaccionar.
Parece que la Corte se te quedó pequeña… la cuenta atrás ya ha empezado… .
Lo siento señoría… yo no quería…
¡Jamás serás libre Hans! —alzó la voz—. No hasta que cumplas con tu destino.
¿Qué destino?
¡Tú destruirás Terra Hielo… es inevitable…!

Hans se levantó de repente y trató de huir de esa perturbadora reunión, pero el monstruo de hielo no dudó en golpear al chico y lanzarlo disparado contra el cuerpo del generador. Hans perdió el conocimiento al instante.

El chico se despertó, aturdido enmanillado, y en un bote que flotaba sobre las movedizas aguas del Ártico. Ante él, un ejército entero yacía inmóvil de pie en un muelle de hormigón. El día estaba nublado, y el frío traspasaba toda barrera climática impuesta por los límites de Terra Hielo. Un hombre con un diploma se adelantó al resto y empezó a leer de su papiro.

Por orden directa y explícita de su legítima majestad, la Emperatriz Svrine II de la dinastía Lars. Indiscutible gobernadora suprema de Terra Hielo y los “8 Senderos del Norte”. El ciudadano y miembro de la Corte Juvenil Imperial Hans Wieden será oficialmente desterrado del Imperio, y devuelto por las mismísimas corrientes marinas a su tierra natal el día de hoy.
¿Qué? ¡No! ¡Espera! ¡Esto es un malentendido! —gritó Hans—. ¡Yo no quería hacer nada! Lo juro por mi vida… ¡Por favor! No me voy a ninguna parte…
Terra Hielo te desea un buen viaje, señor Wieden, y que encuentres un nuevo hogar —siguió el orador—. ¡Buen viaje!
El bote fue finalmente liberado de su muelle.

(Continuará...)