Su
embarcación no tardó en rozar la orilla del continente. Terra Hielo
había sido devorada por las nieblas que se albergaban más allá del
horizonte, y todo ese desprecio e inhumanidad habían sustituido la
bonita imagen que el muchacho había conocido de ese impenetrable
imperio.
El
frío escamaba la piel ya insensibiliazda del joven Hans. Llevaba más
de un día a la intemperie flotando sobre ese bote maltrecho.
Suerte tenía de no haber empezado a sufrir los primeros síntomas de
una inevitable hipotermia. A pesar de esto, los primeros temblores y
espasmos ya estaban al acecho en busca de un instante de debilidad.
De un instante de rendición.
Esas
eran tierras volcánicas. La roca parecía reciente, ya que el agua
todavía no había erosionado los grumos de la lava solidificada. Tal
vez las corrientes le habían arrastrado hasta la Península de Howl,
al sur-este de Terra Hielo. ¿Quién sabía? En ese entonces, todo lo
que Hans conocía sobre el desolado mundo exterior procedía de los
varios libros que había leído en la Corte de la Emperatriz Svrine.
Svrine…
Hans
Wieden se puso en pie tras su desembarco. Los gélidos vientos le
azotaban despiadados. Hans lloraba y gritaba dominado por el éxtasis
y la frustración de haber estado un día cara a cara con el más
deseado y envidiado paraíso, y la mañana siguiente haber visto como
ese mismo lugar le susurraba al oído que jamás había sido nada
allí. Que nunca pertenecería a esas tierras de luz y magia. Que ese
no sería su hogar por mucho que él quisiese.
Pero
las lágrimas y llantos de Hans se perdían en el silencio de la
nada, como cualquier esperanza de poder regresar algún día.
Cualquier esperanza de poder ser aceptado. Todo había sido un gran
malentendido o un gran acto de imprudencia desesperado, pero ahora ya
no le quedaba nada. El chico finalmente se dejó caer al suelo y esta
vez quiso dejarse devorar por las olas del ártico.
Hans
despertó con los característicos petardeos de una acogedora e
indiscreta fogata. Al parecer, alguien lo había arrastrado hasta una
antigua y oxidada nave industrial, y había encendido varios barriles
de oleo a modo de calefactor improvisado.
Varios
colectivos de desconocidos se hallaban esparcidos alrededor de las
distintas hogueras prendidas en esa área. Esa gente lucía enferma y
fatigada. Supervivientes atrapados para siempre en la más despiadada
intemperie polar. Personas que, sin duda alguna, le habían salvado
la vida.
Una
mujer con dos niñas estaba allí, supervisando al joven desterrado.
—¿Donde
estoy? —preguntó el joven confuso—. ¿Y quienes sois vosotras?
—El
padre de estas niñas te ha encontrado esta mañana inconsciente en
la Playa de los Geysers —dijo la mujer—. Estabas al borde de la
hipotermia… has tenido mucha suerte de que Jasim te encontrara.
—¿Eres
la madre?
—No
—dijo secamente mirando a las dos niñas que observaban a Hans con
inquietud—. Solo las cuido mientras su papá está fuera del
campamento rescatando trastos útiles del exterior. Mi nombre es
Alice, y este es el último campamento del Sendero Vulcan. Las
tormentas han arrasado con todos los demás…
—Agradezco
que me hayáis salvado la vida… —cortó el chico—. Pero ahora
debo regresar al Imperio de Terra Hielo.
—Ya
me contarás cómo piensas llegar allí… esa ciudad es del todo
inalcanzable. Desde que cerraron las puertas a los huérfanos, ya
nadie ha vuelto entrar ni salir de ella.
—Excepto
yo.
Ambos
se miraron con cierta tensión y frialdad.
—Papá
conoce un modo de entrar a Terra Hielo —pronunció una de las niñas
de repente.
—¿Es
eso cierto? —preguntó Hans al instante.
—¡No…!
—defendió Alice—. ¡Bueno sí! Pero ya no…
—¿Por
qué no?
—Se
trata de una antigua base militar del ejército personal de la
Dinastía Lars. Está al pié del volcán Nordeg, y digamos que
custodia una ruta subterránea directa hacia el Imperio. La conocen
como el Enclave de Stalemate.
—¿Tú
o ese tal Jasim podría llevarme hasta allí?
—¡No
tan rápido, forastero! —interrumpió la mujer—. Cuando aislaron
Terra Hielo de los Senderos ya se aseguraron de bloquear ese acceso.
—¿Cómo?
¿Y por qué desconozco todo esto si he vivido toda mi vida en ese
Imperio?
—Supongo
que a los ciudadanos se les mantiene al margen de los temas externos
para evitar difundir el pánico y la duda moral. El caso es que
fumigaron Stalemate con gases alucinógenos de todo tipo y, desde
entonces, todos los que han tratado de cruzar ese umbral han muerto
por ataques de pánico o se han quitado la vida en ese mismo lugar.
—¡Esto
es terrible!
—Sí,
de todos modos no vale la pena obsesionarse… al fin y al cabo
siempre termina siendo Terra Hielo quien decide quien entra y quién
no. Ya puedes desearlo con todas tus fuerzas, que ésta siempre
tendrá la última palabra.
—¡Tonterías!
Necesito volver cueste lo que cueste… toda mi vida y todo lo que
aprecio se encuentra allí.
—Créeme
si te digo que todos los que estamos en este campamento también
moriríamos por acceder a ese Imperio.
—Necesito
que me lleves a ese tal Stalemate… tú o el padre de las niñas…
no me importa.
—¡Nadie
va a llevarte al Enclave de Stalemate! Es una ridiculez.
—No
os pido que entréis conmigo… solo que me orienteis hasta allí.
—Entrar
en el Enclave de Stalemate es firmar tu sentencia de muerte —irrumpió
una voz grave desde detrás del chico—. Ni siquiera yo, que ya
conocía esas instalaciones desde mucho antes de ser clausuradas, he
podido adentrarme más de cinco metros de la entrada principal de la
base.
—¿Tú
eres Jasim? —preguntó Hans al nuevo individuo.
—Así
es.
—Yo
soy Hans Wieden… soy ciudadano de Terra Hielo… por lo menos
antaño lo fui… necesito volver.
—Sepas
que no te he salvado la vida esta mañana para dejar que te me mates
ahora.
—Yo
hago lo que me dé la gana con mi vida. Nadie te pidió que me
salvaras... Dime pues… ¿Queréis algo cambio? Haré lo que me
pidais.
—Que
te alejes de ese maldito lugar y ni se te ocurra volver a pensar en
él.
Hans
pasó la noche en vela observando las ondeantes y calurosas llamas de
ese barril prendido.
—¿Por
qué razón te echaron de Terra Hielo? —preguntó Alice rompiendo
el silencio y característico sonido de los petardeos de las brasas.
—Digamos
que destapé algo que no debía haber destapado… quise meterme en
algo que me superaba mil veces en altura.
—¿Y
qué pasó?
—Supongo
que molesté a alguien. Y cuando no eres nada y te enfrentas a un
todo absoluto, deshacerse de ti es pan comido… ¿pero sabes? Ahora
no me apetece hablar sobre esto.
—Entiendo…
—Solo
deseo poder regresar allí cuanto antes… aunque ya me hayan tachado
de la lista para siempre. ¡Oye! ¿Por qué Jasim ha dicho que
conocía el Enclave de Stalemate? ¿Trabajaba allí? ¿Era un
soldado?
—Así
es. Tan solo era un recluta y por esta razón no le dejaron irse con
las élites. A demás su mujer, Delia, pertenecía a los Senderos y
jamás hubiese sido admitida allí arriba.
—¿Qué
le pasó? ¿Dónde está ella?
—Ella
murió hace dos años en un asalto en las barracas. Su familia quedó
muy desestabilizada desde entonces. Por esto yo les ayudo con todo lo
que puedo.
—¿Y
tu familia?
—Mi
familia desapareció sin dejar rastro cuando yo era pequeña. Mi
padre era cartógrafo, y viajaba por todo el ártico trazando mapas
de islas y trozos de hielo flotantes. El único día que mi madre
decidió ir con él de expedición, ambos no volvieron jamás. Lo
único que me dejaron fue una colección de mapas de lugares a los
que nunca creo que vaya.
—Lo
siento…
—No
hace falta. La tragedia es rutina en éste páramo de muerte y
soledad.
—Podrías
enseñarme las obras de tu padre.
—¿Me
lo preguntas?
—No…
solo digo que… bueno, me gustaría apreciar sus trabajos. Soy
bastante curioso, la verdad. De no ser por estos impulsos míos hoy
no creo que estuviera aquí hablando contigo.
Hans
acompañó a Alice hasta una pequeña choza hecha a base de láminas
de aluminio y capas de plástico deformado. Allí dentro, la mujer
encendió una vela y abrió un baúl de acero que, al parecer por los
grabados de su tapa, antaño había transportado explosivos.
Alice
empezó a sacar pergaminos y a desenroscarlos con suma precaución y
delicadeza, mostrando esos detallados garabatos a los impacientes
ojos de Hans que, sin duda, estaban expectantes de algo que no
querían manifestar. Hasta que se hallaron cara a cara con ello.
Un
mapa de rutas de ese Sendero. Eso era. Una guía al detalle de todo
ese tal Sendero Vulcan. La Playa de los Geysers, el Volcán Nodreg y
¿cómo no? El mismísimo enclave de Stalemate. El chico aprovechó
la mínima distracción de Alice para doblar ese mapa y ocultárselo
dentro de su pantalón todavía húmedo. Al parecer, Hans acababa de
reservarse un viaje nocturno hacia los límites de ese sendero.
Cuando
todo el campamento ya dormía en sus cabañas. Hans Wieden llevó a
cabo un gran acto de desobediencia, y robó una moto de nieve para
cruzar todo ese páramo helado. Él había sido advertido, más era
del todo incapaz de sobrevivir en un espacio tan hostil como lo era
ese. Sin embargo las ansias de volver a cobrar su vida le impulsaba a
no dejarse llevar por los miedos y todos los obstáculos psicológicos
que se le habían impuesto. Hasta que, siguiendo el mapa paso a paso,
finalmente llegó a las puertas de una gran edificación de hormigón
integrada al cuerpo de un monte colosal, cuyas rocas eran recién
solidificadas. Hans estaba a las puertas de Stalemate.
La
puerta al Enclave era grande y semicircular. Precintada hasta el
último milímetro, pero llena de perforaciones en la chapa de la
misma, fruto de otros varios desventurados que también quisieron
acceder. Esa imagen del puro abandono ponía los pelos de punta. El
interior empapado de la penumbra más densa, parecía albergar los
espectros en pena de todos los que murieron allí dentro. Y por un
instante el chico se replanteó la idea de entrar en ese edificio
maldito. Tenía miedo. Mucho miedo. Pero nada era tan fuerte y tozudo
como su dolor y voluntad, así que cogió aire, y se dejó devorar
por las tinieblas de Stalemate. Quizás antaño ese lugar no le
hubiese provocado tal sentimiento de frialdad, pero ahora Hans ya
había aprendido a creer en maldiciones.
Los
primeros pasos fueron firmes, y por unos instantes, la mente de Hans
se reía de todas esas cosas que le habían contado los del
campamento. Todo iba perfectamente y ni siquiera el hedor de
putrefacción de ese sitio era un impedimento para seguir avanzando.
Hans caminaba por ese largo corredor y cada vez estaba más seguro de
sí mismo.
Por
pequeños instantes le parecían ver sombras moviéndose a través de
la oscuridad y la niebla, pero siempre resultaban ser telarañas o
pedazos de trapo mugrientos colgados del techo y de las omnipresentes
tuberías. Un camino sereno, silencioso y para nada hostil hacia
Terra Hielo. Tal vez la leyenda de Stalemate se hizo tan
escalofriantemente grande entre los ciudadanos del Sendero de Vulcan,
que nadie jamás se atrevió a entrar realmente. Mera superstición
popular. ¿Quién sabe? O quizá Hans era inmune a los alucinógenos…
.
El
muchacho llevaba ya una hora andando a través de un vasto túnel de
soledad y abandono cuando un primer indicio de luz se asomaba a un
distante punto de fuga. Era la anhelada salida, dónde supuestamente
el glorioso paraíso invernal le estaba esperando. Hans corrió como
un desesperado, pero una mala sincronización de sus extremidades
dominadas por la euforia le hizo tropezar bruscamente. Cuando Hans se
recompuso quedó del todo horrorizado, pues había regresado al
principio de ese largo y oscuro camino. A tan solo unos tres metros
de la puerta semicircular. Eso no era posible… a menos que toda esa
caminata hubiese sido una estúpida alucinación de una hora y él
jamás se había movido de ese punto. Hans empezó a hurgar en su
mente en busca de una explicación, y fue entonces cuando su razón
le hizo darse cuenta de que en realidad tan solo llevaba 5 minutos
allí dentro. Todo era realmente confuso. En el momento de alzar la
cabeza, todo su alrededor se había convertido en una espantosa masa
negra que no le dejaba ver nada.
Alguien
agarró súbitamente a Hans cuando éste se estaba ofuscando con la
más pura ansiedad.
—¡Imbécil!
Te dije que te olvidaras de Stalemate.
Jasim
había acudido al rescate como por arte de un milagro. Éste empujó
al joven hasta la salida del Enclave y le salvó la vida por segunda
vez en un mismo día. Lo último que pudo ver Hans al recuperar la
consciencia fue a ese hombre dentro del perímetro mortal,
golpeándose la cabeza contra una pared hasta la muerte, preso de la
locura que ese lugar maldito le había otorgado. El joven no pudo
hacer más nada. Solo quedarse al margen aterrorizado y ver la sangre
brotar del cuerpo de un superviviente que acababa de terminar su
camino.
Jasim
había muerto por su culpa. Eso era indiscutible. ¿Cómo iba Hans a
explicar lo sucedido a Alice? ¿Cómo iba a explicárselo a sus
hijas? Con la más horrible pérdida y ese profundo pesar, el chico
denegado de Terra Hielo empezó a rehacer su camino. Deprimido y sin
una gota de moral y voluntad en sus venas. Acabado. ¿Era él capaz
de confesarse a esa gente, o huiría como ese cobarde que siempre
fue, pero jamás quiso reconocer? Terra Hielo se alejaba mientras la
desesperación lo devoraba todo a su andar. Terra Hielo se acababa de
volver inalcanzable.
(Continuará...)