dijous, 7 de juny del 2018

FÁBULAS DE "TERRA HIELO" (Parte 1): LOS DOS ROSTROS DE SVRINE

El vago recuerdo de “Terra Hielo” que permanecía en la cabeza de Hans era realmente pobre y vacío.

Desterrado del todo, el hombre de ya unos 35 años, solitario y un completo desconocido hasta por sus vecinos más cercanos, se dedicaba a contar uno a uno los días que caían como las botellas de “vodka” y “ginebra” de sus estantes; en grises tierras nutridas por el rechazo y la más pura e imperturbable melancolía. Rechazado y melancólico definían a la perfección a ese hombre. Tal vez porqué jamás supo como olvidar del todo, o tal vez porqué jamás aprendió a reír en un lugar donde la gente necesitaba reír por pura supervivencia.

Promesas, recuerdos, y anhelos quedaron sepultados en un baúl cuya llave se había quedado demasiado lejos del alcance de Hans. Todo estaba demasiado lejos de su alcance. Y con todas estas pérdidas, memorias sobre una Emperatriz del más frío y lejano Invierno y sus dos rostros malditos; un guardián de hielo grande como un galeón de mercancías, y un magno Imperio cuyas torres y palacios acariciaban el Sol con sus cúspides. Un cuento de hadas escrito con la sangre de los que se fueron y no hallaron modo de regresar. Un cuento que, inevitablemente, estaba destinado des del principio a arder en la hoguera del olvido, pues nadie había intentado evitarlo jamás.

Con muy corta edad, el pequeño Hans fue enviado a “Terra Hielo” por su paupérrima familia, nativa del Sendero Gris, con el fin de ofrecerle una vida absolutamente al margen de la pobreza y mediocridad con la que sus padres habían tenido que convivir todos esos años.

Por fortuna en ese entonces, el chico llegó en épocas de gran prosperidad y esplendor para el lugar, así que sin mucho obstáculo de pormedio pasó inmediatamente a formar parte y crecer en la corte infantil de la gran Emperatriz de ese destellante imperio. Corte que se dedicaba especialmente a acoger con los brazos abiertos a niños que, como Hans, buscaban un lugar digno donde vivir y madurar; pues la vida en “Terra Hielo” era de ensueño. Todo relucía como zafiro pulido dentro de esas murallas, y no cabía espacio para el aburrimiento y la amargura ajena. El frío letal y las borrascas de esas tierras nórdicas ni siquiera era un problema allí, pues las avanzadas tecnologías habían dotado a la urbe de su propio y placentero microclima ideal. Y de este modo, persona que por casualidad atestiguaba esa lúcida utopía invernal, era persona que no regresaba jamás a las monótonas calles de la periferia.

La vida en la Corte era sencilla. El paso del tiempo no era un pesar, porqué nunca lo había sido. Había tiempo de sobras para trabajar, tiempo de sobras para descansar, y tiempo de sobras para el ocio y el recreo. Los huérfanos y huérfanas que terminaban allí sabían de sobras que habían caído en buenas manos. Y los padres que decidieron dejarlos también eran conscientes de ello.

La recién coronada Emperatriz del Imperio, su alteza Svrine, descendiente de una prestigiosa familia de difuntos alquimistas y hechiceros estudiosos del hielo y sus propiedades cuánticas; era una joven benevolente y hospitalaria ante la atención de su propia Corte.

A menudo se dejaba ver por las áreas de reposo de infantes, jóvenes y no tan jóvenes; siempre arrastrando tras de si esa aura de pureza y despreocupación que todo el mundo tanto admiraba. Siempre sonriente y serena. Con sus vestidos a juego con la gélida nieve de las montañas más cercanas. Una reina del hielo con un corazón ardiente a los ojos de su pueblo. Sin embargo toda esa envidiable blancura era inevitablemente ofuscada por una inquietante leyenda popular, que ya se había hecho notar por todo el Imperio y más allá de sus murallas.

La maldición de las dos caras de Svrine”. Así es como la llamaban. Leyenda que relataba como, fuera de la aparente ternura y felicidad de su majestad, lejos de la supervisión del pueblo y la Corte, la Emperatriz se volvía presa de un mal desconocido, y éste fue la perdición de su familia entera. Un antiguo hechizo maligno. Un extraño evento esotérico que le devoraba el alma y se adueñaba de su cuerpo, volviéndola tan fría y despiadada como las borrascas de allí fuera. Pero realmente nadie conocía su origen ni su vericidad.

Durante su estancia en la Corte, de un modo u otro, la inevitabilidad de dicha leyenda llegó a los oídos del joven Hans quien, por un ateísmo bastante firme y desarrollado para su escasa edad, se negó a dar mínima validez a esos relatos sobrenaturales.

Los años iban pasando en esa urbe y Hans vivía en cierta armonía con esa família que había crecido junto a él. Esa misteriosa leyenda protagonizada por la mismísima Emperatriz no se borraba de la mente colectiva de la Corte. El tiempo no era lo suficientemente voraz como para arrastrarla hasta el olvido; y aún así, nadie osaba hablar sobre ese tema en lugares públicos donde una de las miles de orejas de Svrine pudiera oírle. No era por miedo a ser castigados; más bien se trataba de un merecido respeto a esa mujer que más allá de los relatos que se contasen, jamás había hecho ningún verdadero daño a nadie. Por lo menos no públicamente.

Hans había sido muchas cosas a lo largo de su madurez. Un buen amigo o un tipo al que odiar sin compasión, un compañero o un estorbo más, un verdugo o una víctima de los demás y de sí mismo a la vez. Todo distinto ante los ojos de quien te hablase de él. Lo que nadie podía discutir sin duda alguna en ese entonces, era su retorcida psique y su extremada facilidad por obsesionarse e inconformarse con esas cosas que le llamaban la atención.

Así pues, el muchacho no había tenido ningún remordimiento a la hora de darle vueltas a ese relato que había dotado a esa ciudad de una atmósfera de misterio e incertidumbre que superaba con creces el surrealismo que ese sitio ya tenía de por sí. Su atracción por la leyenda no fue instantánea, más pasaron años hasta que Hans se involucró de pleno en esta historia. Todo empezó con una llave perdida en un conducto de climatización, y que por cosas de un caprichoso “Deus ex-machina”, terminó siendo expulsada sobre la litera de Hans; en uno de los cientos de dormitorios que había en las murallas de la Corte. Cuando el chico se encontró con dicho objeto la misma noche de su espontánea aparición, no tardó en aceptar el reto que la vida le acababa de proponer. Así que durante los siguientes días, con la ayuda de su amigo y compañero de litera Alfred Willermann, aprovecharon todo rato que tenían disponible para manosear cada una de las puertas que había en todo el palacio y parte de la calle principal, sin ningún fin verdadero más que el de alimentar sus ansias de corrosivo descubrimiento. Pero en ese entonces jamás llegaron a encontrar la ranura correspondiente. Eso fue decepcionante.

Ambos jóvenes terminaron olvidándose del misterio y la llave fue guardada en un cajón donde Hans y Alfred solían guardar golosinas que robaban del comedor algunos fines de semana. Encerrada hasta nuevos eventos o quizá para siempre. ¿Quién sabía?

Semanas más tarde, un día que aparentemente había amanecido con normalidad en la Corte de Terra Hielo, Alfred acudió corriendo a Hans con una noticia inesperada entre manos. Sabiendo que Alfred nunca corría por cualquier motivo ageno, y mucho menos en horas oficiales de descanso, lo que fuere que había descubierto tenía que ser algo realmente fascinante. Y así era.

Alfred había oído como unos centinelas mencionaban la llave desaparecida de la “Cámara de Frost”; el gran generador térmico que mantenía esa ciudad aislada de las inhumanas temperaturas e imprevisibles catástrofes climáticas que frecuentaban en el Círculo Polar. Llave que sin duda alguna se encontraba en manos de Hans y su Amigo, cuyas intenciones no consistían precisamente en devolvérsela a sus dueños.

Esa misma noche, infringiendo toda norma que se opusiera entre ellos y su objetivo, los dos críos cruzaron media ciudad saltando de tejado en tejado para no ser vistos por nadie durante su viaje hasta la “Base Svei”, edificio que albergaba la ya mencionada Cámara de Frost, y que se hallaba en una fortaleza del casco antiguo.

Con la ayuda e impulso de Alfred, Hans pudo trepar la muralla de la fortificación hasta alcanzar una ventana que sería su acceso directo a esas instalaciones cuyo paso a peatones estaba estrictamente prohibido.

A decir verdad, esta no era la primera vez que los dos muchachos rondaban por esas zonas restringidas. En un par de ocasiones antes habían estado en esa misma fortaleza para usar las calderas tibias a modo de aguas termales privadas. Meras locuras adolescentes que jamás dejaban de ser divertidas. Pero esa vez la zona estaba totalmente vigilada por centinelas de la Guardia Imperial, así que no quedaba espacio alguno para juegos. En el instante en que Hans cruzó el muro, Alfred tuvo que huir antes de ser visto por unos agentes que merodeaban la zona.

Hans prosiguió con su marcha, sin esperar ni decir nada a su compañero, que ya debía andar lejos de allí. Y ocultándose detrás de las calderas e inmensos tubos humeantes de ese edificio, el joven llegó a la puerta de la famosa Cámara de Frost y no tardó en introducir la llave y girarla silenciosamente abriendo así esa puerta; y enseguida se asomó en su interior para deleitar sus ansias de aventura. Pero lo que vio allí dentro le hizo retroceder al instante. Allí, junto al resplandeciente generador, se encontraba la Emperatriz Svrine acompañada de un colosal titán de hielo y rocas. Pero algo iba mal… la dulce y encantadora Svrine estaba allí humeante. La dulce y encantadora Svrine estaba allí, al parecer, encerrada y custodiada por un grotesco muñeco de nieve de mil toneladas. Algo demasiado extraño. Hans salió corriendo de allí sin pensarselo dos veces.

El chico no le contó nada a su compañero Alfred Willermann cuando éste regresó a la habitación. Su ambición puede que le cegara en ese instante. Tan solo se excusó contándole que esa no se trataba de la verdadera llave de la Cámara de Frost, y que todo había sido un jodido malentendido. Pero eso no significó dejar el tema de lado; pues Hans acababa de abrirse las puertas a un misterio que no iba a dejar escapar de ningún modo. Eso le daba verdadero morbo animal. Desde entonces decidió que un día de esos haría una nueva visita a la Emperatriz.

Cuando el muchacho reunió el coraje suficiente, acompañado de su soledad y esas llaves que semanas antes se convirtieron en un camino directo a la aventura, rehizo el camino de tejados hasta la Base Svei y se abrió paso entre las mismas calderas y tuberías que anteriormente fueron su escondite. Lo que no se esperaba es que alguien ya estaba pendiente de su llegada.

En el preciso instante en que el joven abrió esa puerta de nuevo, una gigantesca mano de hielo se escurrió entre los marcos y trató de agarrar al muchacho. Pero los reflejos de éste le salvaron por esta vez. Aunque tarde para evitar un segundo intento de alcance.

Los gélidos dedos de ese ser invernal no tardaron en oprimir al chico quien, falto de fuerzas, fue arrastrado hasta el interior de la Cámara de Frost.

La Emperatriz Svrine estaba allí, entre las luces y capas de niebla procedentes del generador. Su imagen era difusa y mucho más agresiva y demoníaca de lo que jamás había sido expuesta. ¿La leyenda de los dos rostros de Svrine era cierta? ¿Cómo era eso posible?

Vaya, vaya… parece que alguien se ha metido donde no debía —dijo la Emperatriz removiendo la neblina con su aliento—. ¡Vran! Acercame el chico. ¿Quieres?
El titán deslizó a Hans hasta los pies de Svrine, y con su monstruoso índice arrodillo al chico ante la presencia de su majestad.

Svrine acercó su rostro sombrío al joven que yacía en el suelo, y soltó una brisa de humo blanquecino.
Hans Wieden… —susurró la chica con una voz espectral.
A su servicio… majestad… —soltó el chico sin saber como reaccionar.
Parece que la Corte se te quedó pequeña… la cuenta atrás ya ha empezado… .
Lo siento señoría… yo no quería…
¡Jamás serás libre Hans! —alzó la voz—. No hasta que cumplas con tu destino.
¿Qué destino?
¡Tú destruirás Terra Hielo… es inevitable…!

Hans se levantó de repente y trató de huir de esa perturbadora reunión, pero el monstruo de hielo no dudó en golpear al chico y lanzarlo disparado contra el cuerpo del generador. Hans perdió el conocimiento al instante.

El chico se despertó, aturdido enmanillado, y en un bote que flotaba sobre las movedizas aguas del Ártico. Ante él, un ejército entero yacía inmóvil de pie en un muelle de hormigón. El día estaba nublado, y el frío traspasaba toda barrera climática impuesta por los límites de Terra Hielo. Un hombre con un diploma se adelantó al resto y empezó a leer de su papiro.

Por orden directa y explícita de su legítima majestad, la Emperatriz Svrine II de la dinastía Lars. Indiscutible gobernadora suprema de Terra Hielo y los “8 Senderos del Norte”. El ciudadano y miembro de la Corte Juvenil Imperial Hans Wieden será oficialmente desterrado del Imperio, y devuelto por las mismísimas corrientes marinas a su tierra natal el día de hoy.
¿Qué? ¡No! ¡Espera! ¡Esto es un malentendido! —gritó Hans—. ¡Yo no quería hacer nada! Lo juro por mi vida… ¡Por favor! No me voy a ninguna parte…
Terra Hielo te desea un buen viaje, señor Wieden, y que encuentres un nuevo hogar —siguió el orador—. ¡Buen viaje!
El bote fue finalmente liberado de su muelle.

(Continuará...)

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