Desterrado
del todo, el hombre de ya unos 35 años, solitario y un completo
desconocido hasta por sus vecinos más cercanos, se dedicaba a contar
uno a uno los días que caían como las botellas de “vodka” y
“ginebra” de sus estantes; en grises tierras nutridas por el
rechazo y la más pura e imperturbable melancolía. Rechazado y
melancólico definían a la perfección a ese hombre. Tal vez porqué
jamás supo como olvidar del todo, o tal vez porqué jamás aprendió
a reír en un lugar donde la gente necesitaba reír por pura
supervivencia.
Promesas,
recuerdos, y anhelos quedaron sepultados en un baúl cuya llave se
había quedado demasiado lejos del alcance de Hans. Todo estaba
demasiado lejos de su alcance. Y con todas estas pérdidas, memorias
sobre una Emperatriz del más frío y lejano Invierno y sus dos
rostros malditos; un guardián de hielo grande como un galeón de
mercancías, y un magno Imperio cuyas torres y palacios acariciaban
el Sol con sus cúspides. Un cuento de hadas escrito con la sangre de
los que se fueron y no hallaron modo de regresar. Un cuento que,
inevitablemente, estaba destinado des del principio a arder en la
hoguera del olvido, pues nadie había intentado evitarlo jamás.
Con
muy corta edad, el pequeño Hans fue enviado a “Terra Hielo” por
su paupérrima familia, nativa del Sendero Gris, con el fin de
ofrecerle una vida absolutamente al margen de la pobreza y
mediocridad con la que sus padres habían tenido que convivir todos
esos años.
Por
fortuna en ese entonces, el chico llegó en épocas de gran
prosperidad y esplendor para el lugar, así que sin mucho obstáculo
de pormedio pasó inmediatamente a formar parte y crecer en la corte
infantil de la gran Emperatriz de ese destellante imperio. Corte que
se dedicaba especialmente a acoger con los brazos abiertos a niños
que, como Hans, buscaban un lugar digno donde vivir y madurar; pues
la vida en “Terra Hielo” era de ensueño. Todo relucía como
zafiro pulido dentro de esas murallas, y no cabía espacio para el
aburrimiento y la amargura ajena. El frío letal y las borrascas de
esas tierras nórdicas ni siquiera era un problema allí, pues las
avanzadas tecnologías habían dotado a la urbe de su propio y
placentero microclima ideal. Y de este modo, persona que por
casualidad atestiguaba esa lúcida utopía invernal, era persona que
no regresaba jamás a las monótonas calles de la periferia.
La
vida en la Corte era sencilla. El paso del tiempo no era un pesar,
porqué nunca lo había sido. Había tiempo de sobras para trabajar,
tiempo de sobras para descansar, y tiempo de sobras para el ocio y el
recreo. Los huérfanos y huérfanas que terminaban allí sabían de
sobras que habían caído en buenas manos. Y los padres que
decidieron dejarlos también eran conscientes de ello.
La
recién coronada Emperatriz del Imperio, su alteza Svrine,
descendiente de una prestigiosa familia de difuntos alquimistas y
hechiceros estudiosos del hielo y sus propiedades cuánticas; era una
joven benevolente y hospitalaria ante la atención de su propia
Corte.
A
menudo se dejaba ver por las áreas de reposo de infantes, jóvenes y
no tan jóvenes; siempre arrastrando tras de si esa aura de pureza y
despreocupación que todo el mundo tanto admiraba. Siempre sonriente
y serena. Con sus vestidos a juego con la gélida nieve de las
montañas más cercanas. Una reina del hielo con un corazón ardiente
a los ojos de su pueblo. Sin embargo toda esa envidiable blancura era
inevitablemente ofuscada por una inquietante leyenda popular, que ya
se había hecho notar por todo el Imperio y más allá de sus
murallas.
“La
maldición de las dos caras de Svrine”. Así es como la llamaban.
Leyenda que relataba como, fuera de la aparente ternura y felicidad
de su majestad, lejos de la supervisión del pueblo y la Corte, la
Emperatriz se volvía presa de un mal desconocido, y éste fue la
perdición de su familia entera. Un antiguo hechizo maligno. Un
extraño evento esotérico que le devoraba el alma y se adueñaba de
su cuerpo, volviéndola tan fría y despiadada como las borrascas de
allí fuera. Pero realmente nadie conocía su origen ni su vericidad.
Durante
su estancia en la Corte, de un modo u otro, la inevitabilidad de
dicha leyenda llegó a los oídos del joven Hans quien, por un
ateísmo bastante firme y desarrollado para su escasa edad, se negó
a dar mínima validez a esos relatos sobrenaturales.
Los
años iban pasando en esa urbe y Hans vivía en cierta armonía con
esa família que había crecido junto a él. Esa misteriosa leyenda
protagonizada por la mismísima Emperatriz no se borraba de la mente
colectiva de la Corte. El tiempo no era lo suficientemente voraz como
para arrastrarla hasta el olvido; y aún así, nadie osaba hablar
sobre ese tema en lugares públicos donde una de las miles de orejas
de Svrine pudiera oírle. No era por miedo a ser castigados; más
bien se trataba de un merecido respeto a esa mujer que más allá de
los relatos que se contasen, jamás había hecho ningún verdadero
daño a nadie. Por lo menos no públicamente.
Hans
había sido muchas cosas a lo largo de su madurez. Un buen amigo o un
tipo al que odiar sin compasión, un compañero o un estorbo más, un
verdugo o una víctima de los demás y de sí mismo a la vez. Todo
distinto ante los ojos de quien te hablase de él. Lo que nadie podía
discutir sin duda alguna en ese entonces, era su retorcida psique y
su extremada facilidad por obsesionarse e inconformarse con esas
cosas que le llamaban la atención.
Así
pues, el muchacho no había tenido ningún remordimiento a la hora de
darle vueltas a ese relato que había dotado a esa ciudad de una
atmósfera de misterio e incertidumbre que superaba con creces el
surrealismo que ese sitio ya tenía de por sí. Su atracción por la
leyenda no fue instantánea, más pasaron años hasta que Hans se
involucró de pleno en esta historia. Todo empezó con una llave
perdida en un conducto de climatización, y que por cosas de un
caprichoso “Deus ex-machina”, terminó siendo expulsada sobre la
litera de Hans; en uno de los cientos de dormitorios que había en
las murallas de la Corte. Cuando el chico se encontró con dicho
objeto la misma noche de su espontánea aparición, no tardó en
aceptar el reto que la vida le acababa de proponer. Así que durante
los siguientes días, con la ayuda de su amigo y compañero de litera
Alfred Willermann, aprovecharon todo rato que tenían disponible para
manosear cada una de las puertas que había en todo el palacio y
parte de la calle principal, sin ningún fin verdadero más que el de
alimentar sus ansias de corrosivo descubrimiento. Pero en ese
entonces jamás llegaron a encontrar la ranura correspondiente. Eso
fue decepcionante.
Ambos
jóvenes terminaron olvidándose del misterio y la llave fue guardada
en un cajón donde Hans y Alfred solían guardar golosinas que
robaban del comedor algunos fines de semana. Encerrada hasta nuevos
eventos o quizá para siempre. ¿Quién sabía?
Semanas
más tarde, un día que aparentemente había amanecido con normalidad
en la Corte de Terra Hielo, Alfred acudió corriendo a Hans con una
noticia inesperada entre manos. Sabiendo que Alfred nunca corría por
cualquier motivo ageno, y mucho menos en horas oficiales de descanso,
lo que fuere que había descubierto tenía que ser algo realmente
fascinante. Y así era.
Alfred
había oído como unos centinelas mencionaban la llave desaparecida
de la “Cámara de Frost”; el gran generador térmico que mantenía
esa ciudad aislada de las inhumanas temperaturas e imprevisibles
catástrofes climáticas que frecuentaban en el Círculo Polar. Llave
que sin duda alguna se encontraba en manos de Hans y su Amigo, cuyas
intenciones no consistían precisamente en devolvérsela a sus
dueños.
Esa
misma noche, infringiendo toda norma que se opusiera entre ellos y su
objetivo, los dos críos cruzaron media ciudad saltando de tejado en
tejado para no ser vistos por nadie durante su viaje hasta la “Base
Svei”, edificio que albergaba la ya mencionada Cámara de Frost, y
que se hallaba en una fortaleza del casco antiguo.
Con
la ayuda e impulso de Alfred, Hans pudo trepar la muralla de la
fortificación hasta alcanzar una ventana que sería su acceso
directo a esas instalaciones cuyo paso a peatones estaba
estrictamente prohibido.
A
decir verdad, esta no era la primera vez que los dos muchachos
rondaban por esas zonas restringidas. En un par de ocasiones antes
habían estado en esa misma fortaleza para usar las calderas tibias a
modo de aguas termales privadas. Meras locuras adolescentes que jamás
dejaban de ser divertidas. Pero esa vez la zona estaba totalmente
vigilada por centinelas de la Guardia Imperial, así que no quedaba
espacio alguno para juegos. En el instante en que Hans cruzó el
muro, Alfred tuvo que huir antes de ser visto por unos agentes que
merodeaban la zona.
Hans
prosiguió con su marcha, sin esperar ni decir nada a su compañero,
que ya debía andar lejos de allí. Y ocultándose detrás de las
calderas e inmensos tubos humeantes de ese edificio, el joven llegó
a la puerta de la famosa Cámara de Frost y no tardó en introducir
la llave y girarla silenciosamente abriendo así esa puerta; y
enseguida se asomó en su interior para deleitar sus ansias de
aventura. Pero lo que vio allí dentro le hizo retroceder al
instante. Allí, junto al resplandeciente generador, se encontraba la
Emperatriz Svrine acompañada de un colosal titán de hielo y rocas.
Pero algo iba mal… la dulce y encantadora Svrine estaba allí
humeante. La dulce y encantadora Svrine estaba allí, al parecer,
encerrada y custodiada por un grotesco muñeco de nieve de mil
toneladas. Algo demasiado extraño. Hans salió corriendo de allí
sin pensarselo dos veces.
El
chico no le contó nada a su compañero Alfred Willermann cuando éste
regresó a la habitación. Su ambición puede que le cegara en ese
instante. Tan solo se excusó contándole que esa no se trataba de la
verdadera llave de la Cámara de Frost, y que todo había sido un
jodido malentendido. Pero eso no significó dejar el tema de lado;
pues Hans acababa de abrirse las puertas a un misterio que no iba a
dejar escapar de ningún modo. Eso le daba verdadero morbo animal.
Desde entonces decidió que un día de esos haría una nueva visita a
la Emperatriz.
Cuando
el muchacho reunió el coraje suficiente, acompañado de su soledad y
esas llaves que semanas antes se convirtieron en un camino directo a
la aventura, rehizo el camino de tejados hasta la Base Svei y se
abrió paso entre las mismas calderas y tuberías que anteriormente
fueron su escondite. Lo que no se esperaba es que alguien ya estaba
pendiente de su llegada.
En
el preciso instante en que el joven abrió esa puerta de nuevo, una
gigantesca mano de hielo se escurrió entre los marcos y trató de
agarrar al muchacho. Pero los reflejos de éste le salvaron por esta
vez. Aunque tarde para evitar un segundo intento de alcance.
Los
gélidos dedos de ese ser invernal no tardaron en oprimir al chico
quien, falto de fuerzas, fue arrastrado hasta el interior de la
Cámara de Frost.
La
Emperatriz Svrine estaba allí, entre las luces y capas de niebla
procedentes del generador. Su imagen era difusa y mucho más agresiva
y demoníaca de lo que jamás había sido expuesta. ¿La leyenda de
los dos rostros de Svrine era cierta? ¿Cómo era eso posible?
—Vaya,
vaya… parece que alguien se ha metido donde no debía —dijo la
Emperatriz removiendo la neblina con su aliento—. ¡Vran! Acercame
el chico. ¿Quieres?
El
titán deslizó a Hans hasta los pies de Svrine, y con su monstruoso
índice arrodillo al chico ante la presencia de su majestad.
Svrine
acercó su rostro sombrío al joven que yacía en el suelo, y soltó
una brisa de humo blanquecino.
—Hans
Wieden… —susurró la chica con una voz espectral.
—A
su servicio… majestad… —soltó el chico sin saber como
reaccionar.
—Parece
que la Corte se te quedó pequeña… la cuenta atrás ya ha
empezado… .
—Lo
siento señoría… yo no quería…
—¡Jamás
serás libre Hans! —alzó la voz—. No hasta que cumplas con tu
destino.
—¿Qué
destino?
—¡Tú
destruirás Terra Hielo… es inevitable…!
Hans
se levantó de repente y trató de huir de esa perturbadora reunión,
pero el monstruo de hielo no dudó en golpear al chico y lanzarlo
disparado contra el cuerpo del generador. Hans perdió el
conocimiento al instante.
El
chico se despertó, aturdido enmanillado, y en un bote que flotaba
sobre las movedizas aguas del Ártico. Ante él, un ejército entero
yacía inmóvil de pie en un muelle de hormigón. El día estaba
nublado, y el frío traspasaba toda barrera climática impuesta por
los límites de Terra Hielo. Un hombre con un diploma se adelantó al
resto y empezó a leer de su papiro.
—Por
orden directa y explícita de su legítima majestad, la Emperatriz
Svrine II de la dinastía Lars. Indiscutible gobernadora suprema de
Terra Hielo y los “8 Senderos del Norte”. El ciudadano y miembro
de la Corte Juvenil Imperial Hans Wieden será oficialmente
desterrado del Imperio, y devuelto por las mismísimas corrientes
marinas a su tierra natal el día de hoy.
—¿Qué?
¡No! ¡Espera! ¡Esto es un malentendido! —gritó Hans—. ¡Yo no
quería hacer nada! Lo juro por mi vida… ¡Por favor! No me voy a
ninguna parte…
—Terra
Hielo te desea un buen viaje, señor Wieden, y que encuentres un
nuevo hogar —siguió el orador—. ¡Buen viaje!
El
bote fue finalmente liberado de su muelle.
(Continuará...)
...espero leer pronto la segunda parte !!
ResponElimina