diumenge, 10 de juliol del 2016

EL CABALLERO DE LAS DUNAS DE ORO

Cuando subo al escenario después de unas interminables horas de ceremonia donde nadie tiene nada que decir, cojo todo el aire que puedo almacenar en mis pulmones, y observo con desgana el vulgar cajón de madera que a partir de hoy será el ataúd de una persona que en su día fue un héroe y hoy ya no es más que polvo.

La gente come y bebe, esta es la razón de su presencia aquí. A nadie le importa lo que tenga que decir ahora. Pensar esto me relaja más de lo esperado. Aunque sin embargo, sé que muchos de ellos se girarán hacia mi cuando empiece a hablar, me escucharán atentamente fingiendo tristeza, y finalmente aplaudirán con fuerza; aplaudirán porque ya habré terminado mi discurso y podrán seguir zampando.

Alzo mi vista hacia las polvorientas calles de la villa, y me dejo deslumbrar por el abrasador Sol de Arizona, que ya se esconde en el Oeste. Me quito el sombrero con la mano izquierda y con la derecha agarro el papel que da comienzo a mi historia:

Nadie podría creer, ni siquiera imaginar, todas las tardes que yo desperdicié con 8 años, esperando en el umbral de mi morada con la vista fijada en las dunas del horizonte a que apareciera la figura de Jackson del Desierto, armado con su reluciente revolver y con mil historias increíbles que contar. Aunque como por arte del más estúpido infortunio, él siempre llegaba esas escasas tardes en que yo no estaba allí, preparado para ser el primero en verle bajar de su caballo y mojar su melena dorada en la fuente de la plaza central.

Él siempre se sentaba en una roca cerca de su choza solitaria, sonriendo con su diente de oro y rodeado de niños ansiosos por conocer los relatos de sus infinitas aventuras buscando y descubriendo los legendarios tesoros más ocultos del mundo, y luchando contra los más crueles mercenarios y bandidos que se cruzaban con él. Cómo olvidar ese día en que de su bolsa sacó un enorme jarrón de la perdida Atlántida de Platón… . Él siempre fue nuestro mayor héroe y nuestro único modelo a seguir. Cuando él partía en busca de nuevas aventuras inolvidables, todos nosotros nos convertíamos en Jackson del Desierto, listos para recrear sus relatos en nuestra infantil imaginación.

Pero lo que para nosotros era un honorable Caballero de las Dunas, para los adultos de la aldea era un hombre despreciable. Era más que obvio que envidiaban lo que él significaba para nosotros, los niños del pueblo; y era obvio que Jackson generase un cierto temor para los padres de su querida audiencia, que a menudo mal pensaban de sus actos. Pero existía una razón mucho más profunda que alimentaba ese odio de los adultos, y que no conocí hasta muchos años después.

Cuando llegué a la adolescencia, unos 15 años más o menos, Jackson desapareció totalmente de la aldea durante varios años. Nadie conocía el paradero de ese hombre; ni siquiera los escépticos adultos, que fruncían el ceño con desagrado cada vez que sus hijos, nietos o sobrinos preguntaban por él con inocencia. Durante los primeros eternos años tras su misteriosa desaparición, un profundo vacío invadió las calles del pueblo. El silencio y la quietud del desierto volvió a ocupar su lugar en esa villa de mala muerte. Todo cambió; lo reconozco sin dudar. Aunque como toda herida, su extraña pérdida cicatrizó a medida que el tiempo avanzaba.

Los asuntos de la aldea, las clases de ganadería y caza llenaron suficiente nuestras jóvenes cabezas, como para abandonar en el más oscuro olvido esa figura que tanto nos inspiró para crecer siendo lo que realmente deseábamos. Para llegar a encontrar nuestras metas tal y como él encontraba sus grandes tesoros legendarios.

Pero, como si de un milagro se tratase, reposando en el umbral del porche de mi casa de madera en una calurosa tarde de agosto, vi como una lejana figura cabalgaba a gran velocidad entre las colosales dunas del desierto. Me levanté al mismo tiempo que una sonrisa se empezó a esbozar en mi rostro, cansado de mi aplastante rutina. Jackson del Desierto había regresado más vivo e implacable que nunca. Llegó con el mismo caballo que le había hecho desaparecer tantos años atrás, y bajó de su montura en silencio ante mi soñadora mirada. Me saludó agarrándose ligeramente su sombrero de cuero desgastado. Desde ese instante volví a ser un niño necesitado de esas historias que ya había olvidado. No me sorprendió que a pesar de su simpático saludo, realmente ignorase mi identidad. El tiempo justificaba la pérdida de sus recuerdos, pero no de los míos, que rápidamente regresaron a mi cabeza adormecida, que aún no podía creer lo que estaba sucediendo en ese instante.

Las noticias no tardaron en esparcirse por la aldea, y en pocos minutos, Jackson del Desierto volvía a estar orbitado por todos esos niños que, más que niños, ya eran hombres.

Esa tarde, bajo los rayos anaranjados de un Sol ya cayendo, Jackson se sentó de nuevo en su querida roca, aún ardiendo por el Sol del día, y se sacó el sombrero para contarnos la última de sus intrepidantes aventuras. “La Ciudad de los Césares” exclamó mientras nos mostraba una brillante pieza de oro español, supuestamente hallada en su odisea hacia la mística Ciudad de la Patagonia. Imaginad nuestros incrédulos rostros de fascinación en ese instante en que pronunciaba ese extraño nombre.

¿Encontraste la ciudad? —preguntó un chico, anticipándose a los pensamientos de todos los demás.
Mucho me temo que… —intentó decir Jackson, cuando de repente vio algo en las lejanías que le silenció su discurso. Decenas de padres furiosos por el retorno del Caballero de las Dunas venían a buscar a sus hijos para alejarlos del pobre Jackson, que jamás había hecho nada malo para ganarse ese incomprensible odio. Al menos eso creíamos. “Mañana hay cosecha de trigo, debes volver a casa para dormir” decía mi padre para justificar su inesperada aparición. Nosotros, sin opciónalguna, obedecimos y dejamos atrás al solitario Jackson que, ocultando su dolor, se colocó el sombrero de nuevo.

La siguiente mañana, después de una dura jornada en el campo, un inesperado visitante cruzó las vallas de madera que separaban las cosechas, de las tierras áridas del desierto. Ese visitante no era Jackson del Desierto, cómo muchos debisteis creer. El visitante no era ni más ni menos que Elizabeth Day, la hija del tabernero del pueblo, con la que había compartido tantos relatos de Jackson durante toda mi infancia.

Pensaba que el estiércol del campo te provocaba náuseas —bromeé, recordando conversaciones de antaño.
Lo que me da nauseas es tu estúpido humor—respondió ella guiñando uno de sus ojos.
¿Has venido a decirme algo o solamente a meterte conmigo? —dije siguiendo esa parodia.
He venido a hablarte de Jackson del Desierto —respondió ella de repente, muy seriamente.
¿Qué pasa con él?
Anoche, tras el asalto de los adultos, vino al salón de mi padre y se estaba tomando un par de copas de ron cubano, cuando de repente, cinco o seis hombres, entre ellos el barbero y tres agricultores de la zona, le rodearon y le intentaron dar una paliza a sangre fría. Jackson pudo tumbar a un par de ellos, pero finalmente cayó en sus miserables manos, y estos le golpearon duramente hasta que Jackson prometió abandonar la villa para no volver jamás.
¿Y lo hizo? —pregunté desconcertado por la terrible historia de Elizabeth.
Lo hizo —afirmó con dolor.

Y Elizabeth no mintió. Durante los próximos ocho años no volvimos a saber nada más de Jackson del Desierto. Jamás pregunté a mis padres el origen del rechazo y el destierro del aventurero, porque sabía que conocer la verdad quemaría el buen recuerdo de él que aún conservaba en mi memoria, y que esta vez no tenía intención de desaparecer. Así que, armado con 23 años y unas insaciables ansias de aventura, decidí dejar atrás la aldea y esos apestosos campos para empezar mi odisea en busca del mayor tesoro de este oscuro mundo, el desconocido paradero de Jackson del Desierto.

Partí en busca de un objetivo que parecía tan imposible entonces… Pero tras cruzar decenas de valles, llanuras, ríos y fronteras cabalgando sobre Percy, el caballo invencible, según el tipo que me lo vendió, logré finalmente hallar al legendario Caballero de las Dunas, vagando borracho sin control por las claustrofóbicas calles de México.

El no me reconoció a mi, y casi yo no le reconocí a él. Su deplorable aspecto reflejaba una vida hundida hasta la más profunda miseria. Ese carisma que le convertía en el inigualable Jackson del Desierto se esfumó tras esa paliza en la taberna del pueblo. Lo único que le quedaba entonces era su diente de oro, que ya ni siquiera brillaba.

Fue entonces cuando tomé una decisión; yo conseguiría despertar de nuevo al intrépido aventurero que se ocultaba tras esa colosal capa de roña infesta y mugre. Jackson del Desierto no podía morir, más no si yo estaba allí para evitarlo.

Los próximos meses de mi vida fueron invertidos únicamente en desintoxicar y reorganizar la vida de ese hombre. Él, conscientemente o no, me había cedido su pequeño y descuidado refugio de barro en Monterrey, donde había estado malviviendo esos oscuros últimos años.

No era una tarea fácil… ¡Para nada! El carácter de Jackson se había convertido en una verdadera caja de sorpresas. Su adicción al alcohol y al opio le convertían en un monstruo en el instante en que se le privaba de alimentar dichas adicciones, y esto dificultó tanto su rehabilitación, que completarla resultó un fracaso. Jamás había imaginado que mi paciencia tuviese un límite tan frágil. Los roncos gruñidos e insultos de Jackson frecuentaban en mi día a día en esa cabaña, y en poco tiempo, me di cuenta que no existía método que pudiese traer de vuelta al admirado Jackson del Desierto.

Entonces llegó el detonante de esa dinamita que hacía arder las venas de mi cuerpo hasta puntos infernales. Durante una discusión, ya no recuerdo sobre qué absurdo tema, acudí a recordarle esos tiempos en que él era el ídolo de los niños de la aldea, en Arizona. Al oír esas ridículas palabras, se empezó a reír hasta el punto de asfixia, y con su más oxidada y enferma voz dijo:

¡Menudas memeces! Todas esas chatarras que os enseñé jamás fueron encontradas por mi. Solo me divertía viendo vuestras incrédulas caras mocosas ante mis cuentos de hadas. Entonces me dedicaba a robar en museos de las capitales para vender esas reliquias a todo tipo de coleccionistas sin escrúpulos ni moral. Tu cochambroso pueblo era mi tienda, y por esto tus papás me desterraron; porqué atraía a todo tipo de escoria durante las noches. Gente que no hacía nada bueno.

Me largué de ese maldito lugar y jamás volví a saber nada del “adorado” Jackson del Desierto hasta que nos mandaron a la aldea su cadáver encerrado en un cajón de madera carcomida. Al parecer, sus compañeros de crimen quisieron cobrar una deuda que Jackson no había pagado”. Y así acabó mi discurso. “Jackson del Desierto murió tal y como había vivido: como un estafador”.

Tras escuchar los previstos aplausos del hambriento e ignorante público, bajo del escenario y me uno a mis compañeros, entre los cuales está Elizabeth. Y cuando por fin termina este funeral sin lágrimas ni tristeza, cansado, me dirijo de nuevo a mi casa cuando de repente, un extraño cofre de madera oscura con grabados Mexicanos, deslumbra en la puerta de mi choza.

Una misteriosa nota sobresale del cierre metálico de la caja; y en esta leo:

Querido Peter, sé que es tarde para lamentarme de mis infinitos pecados, y dudo que puedas perdonarme, pero solo necesitaba disculparme por haberte hecho confiar en alguien que nunca existió. Pero entre tantas mentiras hay una pequeña luz que puede dar fuerza a tus creencias; pero solo si aceptas el reto. Con esto quiero decir una única cosa: luchaste para que Jackson del Desierto regresara, y aún no es tarde para dejarle marchar. Abre este cofre, pero no lo hagas por mí, hazlo por ti mismo; ábrelo y conviértete en lo que tu siempre confiaste. Ábrelo y sé tú el único e inmortal Jackson del Desierto.

H.R.Jackson”

Abro el cofre con mis manos temblorosas y en su interior reposa un amarillento papel doblado varias veces. Mis ojos no pueden creer lo que ven tras abrir el papel cuidadosamente: el auténtico mapa hacia la legendaria Ciudad de los Césares.

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